29 noviembre 2025

¿Por qué el capitalismo siempre coloca líderes idiotas en el poder?

 


El mundo está dirigido por personas que en cualquier otra profesión habrían sido despedidas en su primera semana. Para operar en un quirófano necesitas una década de formación. Para pilotar un avión comercial, miles de horas de práctica supervisada. Para reparar un sistema eléctrico, certificaciones que demuestren que no matarás a nadie por negligencia. Pero para controlar arsenales nucleares, firmar órdenes de movilización que envían miles de personas a morir o decidir qué industrias quiebran y cuáles reciben rescates multimillonarios, solo necesitas una cosa, saber aparecer en una pantalla.

Un comediante ucraniano que interpretaba a un presidente en una serie de televisión ahora firma decretos que determinan si habrá guerra o paz. Un magnate estadounidense cuya única experiencia administrativa real fue despedir participantes en un reality show ,c ontroló durante cuatro años los códigos nucleares de la mayor potencia militar del planeta. No son anomalías, son el estándar. Y lo más inquietante no es que hayan llegado, es que mientras estaban ahí, el mundo siguió funcionando.

Las bolsas subieron, los bancos operaron, las corporaciones se expandieron como si la figura en la pantalla fuera completamente prescindible para el funcionamiento real del poder. Hay un sentimiento que recorre las sociedades contemporáneas, una angustia que no siempre se nombra, pero que todos reconocemos. La sensación de que no hay ningún adulto en la sala. De que las decisiones que determinan si viviremos en paz o en crisis están en manos de personajes que parecen protagonistas de una sátira, no estadistas capacitados para gobernar. ¿Cómo llegamos hasta aquí? Esa es la pregunta equivocada. La pregunta correcta es, ¿para qué los necesitan? La narrativa oficial es tranquilizadora. Los idiotas llegaron al poder porque las masas fueron manipuladas.

Las redes sociales envenenaron el debate público. Los algoritmos crearon burbujas de desinformación. El populismo explotó el resentimiento de los perdedores de la globalización. La democracia, ese experimento frágil, finalmente mostró su defecto fatal. Confiar en el criterio de personas no preparadas para tomar decisiones complejas.

Esta explicación tiene la virtud de ser coherente y la desgracia de ser completamente insuficiente, porque trata el fenómeno como una anomalía, como un virus que infectó un sistema previamente sano, como si antes de Trump, antes de Selensky, antes del desfile de bufones mediáticos ocupando los más altos cargos, el poder hubiera estado en manos de mentes brillantes tomando decisiones racionales en favor del bien común, como si este fuera el desvío y no la consolidación de algo que llevaba décadas gestándose.

La teoría de la manipulación de masas tiene un problema estructural. Asume que existe un votante ideal, racional, informado, que fue corrompido por fuerzas externas. Pero ese votante nunca existió. Nunca votamos por competencia técnica. Siempre votamos por narrativa, por identidad, por el líder que nos hace sentir algo.

Lo que cambió no fue el electorado, fue que el sistema dejó de necesitar disimular. Antes, los actores del poder necesitaban mantener la ilusión de que la política importaba. Necesitaban líderes que al menos aparentaran entender economía, geopolítica, administración pública.

Hoy esa pantalla cayó y lo que quedó expuesto no es el caos. Es una máquina funcionando con perfecta eficiencia, pero sin conductor. Estos líderes no son errores del sistema, son el producto final, no son la enfermedad, son el síntoma de un cuerpo que ya aprendió a funcionar sin cerebro.

Y la pregunta que deberíamos hacernos no es cómo detener la invasión de los incompetentes, sino por qué un sistema que se jacta de ser meritocrático, eficiente y racional los prefiere exactamente así: visibles, ruidosos y completamente prescindibles para las decisiones que realmente importan.

Para entender por qué los prefiere así, necesitamos nombrar lo que está ocurriendo. Los griegos tenían una palabra para esto, La palabra "kakistocracia", que significa el gobierno de los peores, , de los menos calificados, de aquellos cuya única virtud es no tener vergüenza suficiente para rechazar el cargo. Pero kakistocracia suena a decadencia, a colapso, a final de ciclo.

Y lo que estamos presenciando no es el final de nada, es la culminación de un diseño. El capitalismo financiero contemporáneo operó una excisión que pocos advierten. Separó la autoridad escénica del poder administrativo. El líder que aparece en la pantalla y el poder que toma las decisiones reales ya no son la misma entidad.

El presidente gesticula, twitea, genera controversia, ocupa todos los titulares. Mientras tanto, la burocracia permanente, los bancos centrales, las corporaciones multinacionales, los fondos de inversión que controlan infraestructuras críticas operan en un silencio absoluto, sin cámaras, sin escrutinio, sin resistencia.

El líder mediático funciona como un pararrayos. Atrae toda la electricidad de la indignación popular hacia su figura. Las marchas, los hashtags, las columnas de opinión, los memes, los debates familiares, todo se consume discutiendo su último escándalo, su última declaración aberrante, su incompetencia evidente. Y mientras esa tormenta descarga su furia sobre él, la estructura de la casa permanece intacta.

Nadie está cuestionando quién redacta las leyes de desregularización financiera. Nadie está vigilando qué corporación acaba de comprar el sistema de agua potable de tu ciudad. Nadie está siguiendo el dinero. Guy Debord. escribió en 1967 que en la sociedad del espectáculo todo lo que era vivido directamente se ha convertido en representación. No estaba prediciendo el futuro, estaba describiendo el mecanismo que haría inevitable esta realidad. La política dejó de ser el ejercicio del poder y se convirtió en la representación del poder. El líder dejó de ser quien gobierna y se convirtió en quien aparenta gobernar. El voto dejó de ser un acto cívico y se convirtió en un acto de consumo de imagen.

Por eso Trump y Selensky no son anomalías, son la lógica llevada a su conclusión natural. Trump transformó la Casa Blanca en un plató de televisión porque entendió que eso era exactamente lo que se esperaba de él. No llegó a Washington para cambiar el sistema, llegó para ser su entertainer en jefe.

Su función no era gobernar, era mantener el show. Cada tweet polémico, cada declaración escandalosa, cada controversia fabricada cumplía el mismo propósito. Mantener todas las miradas fijas en él, mientras detrás del escenario quienes realmente importaban hacían su trabajo sin interferencias. Desmontó regulaciones ambientales, firmó recortes fiscales para corporaciones, nombró jueces que alterarían leyes por décadas.

Pero lo que el público recuerda son sus peleas con celebridades y sus errores ortográficos en redes sociales. Selensky aún más revelador. Interpretaba a un profesor de historia que, harto de la corrupción política, se convertía en presidente de Ucrania en una serie de televisión llamada Servidor del Pueblo. La serie tuvo tanto éxito que creó un partido político con el mismo nombre y ganó las elecciones.

El pueblo no votó por un programa de gobierno. votó por la ficción esperando que se hiciera realidad. A esto lo llamó Jean Baudrillard el simulacro, el momento en que la copia sustituye al original, en que la imagen importa más que la sustancia. Selensky no fue elegido a pesar de ser actor. Fue elegido precisamente porque ya había interpretado el papel.

La realidad política había muerto. Lo que quedó fue el casting. Pero aquí está la parte que incomoda. Esto funciona. Funciona porque el sistema económico global ya no necesita líderes competentes. Necesita gestores de emociones colectivas. Necesita a alguien que sepa leer un prompter, que genere engagement, que mantenga a la audiencia entretenida. Mientras la economía sigue operando en piloto automático.

Los bancos centrales ya tienen sus fórmulas. Las corporaciones ya tienen sus lobbis. Los tratados comerciales ya están negociados por tecnócratas que nunca aparecerán en un debate televisado. El presidente es la mascota del sistema, no su cerebro. Y lo más aterrador es que el mercado financiero no solo tolera esta dinámica, la prefiere.

Un líder que gasta toda su energía política en guerras culturales y polémicas de redes sociales es un líder que no está interfiriendo con lo que realmente importa. La acumulación de capital. Ladra mucho, muerde poco, o mejor dicho, ladra tanto que la audiencia no nota que ya no tiene dientes. La consecuencia de esta dinámica no es el caos, es algo peor, la normalización.

Nos acostumbramos a que la política sea entretenimiento, a consumir noticias como quien consume una serie de televisión, esperando el próximo giro argumental, el próximo escándalo, la próxima temporada. El electorado, entrenado por algoritmos que premian la novedad y el shock, ya no vota por programas de gobierno, vota por arcos narrativos, por el candidato que ofrece la historia más emocionante, no el plan más coherente.

Esto ha reconfigurado por completo lo que significa ganar en política. Ya no ganas por tener las mejores ideas, ganas por tener la mejor presencia escénica, por saber cuándo gritar, cuándo susurrar. Cuándo generar indignación y cuándo fingir empatía. La campaña electoral dejó de ser un debate de propuestas y se convirtió en una audición para protagonista de un drama colectivo.

Y cuando el líder finalmente llega al poder, el guion sigue escribiéndose con la misma lógica. Cada decisión se mide por su impacto mediático, no por su efectividad administrativa. Cada crisis se gestiona pensando en cómo se verá en los titulares, no en cómo se resolverá en la práctica. Gobernar se volvió indistinguible de actuar.

Frente a esto emergen las soluciones de siempre. Necesitamos líderes más educados, dicen algunos. Debemos regular las redes sociales, proponen otros. La respuesta es más democracia directa, más participación ciudadana, insisten los optimistas. Todas estas propuestas tienen algo en común. son completamente inútiles, no porque sean malintencionadas, sino porque no atacan la raíz.

Puedes exigir que los candidatos tengan doctorados, pero si el sistema sigue premiando la capacidad de generar titulares por encima de la capacidad de gobernar, solo conseguirás idiotas con diplomas. Puedes regular las redes sociales hasta el autoritarismo, pero si la televisión, la radio y los periódicos ya llevan décadas convirtiendo la política en espectáculo, solo estarás cerrando una ventana mientras todas las puertas permanecen abiertas.

Puedes multiplicar los referéndums y las consultas populares, pero si el votante sigue consumiendo política como entretenimiento, solo estarás democratizando el circo, no desmontándolo. El problema no es quién está en el escenario, el problema es que exista un escenario. El problema no es que el actor sea malo, es que estemos buscando actores cuando necesitaríamos ingenieros.

Y sobre todo, el problema es que hemos dejado de preguntarnos si acaso necesitamos ese escenario, si el protagonista que tanto miramos tiene algún poder real o si lo que llamamos democracia no es más que el derecho a elegir qué máscara usará el siguiente decorado de un sistema que ya decidió hacia dónde va. Ahora podemos ver lo que estaba oculto a plena luz.

La idiotez no es estupidez, es camuflaje. La incompetencia del líder no es un defecto que el sistema tolera, es una funcionalidad que el sistema necesita. Porque un líder que parece ridículo desarma cualquier crítica seria antes de que llegue a las estructuras reales. Nos pasamos años riéndonos de los errores ortográficos de Trump, de sus exabruptos, de su estética de millonario de telenovela.

Mientras tanto, ¿quién estaba revisando los contratos de reconstrucción? ¿Quién seguía el dinero de los rescates bancarios? ¿Quién vigilaba las leyes que permitieron la mayor transferencia de riqueza hacia arriba en décadas? Nadie, porque estábamos ocupados compartiendo memes. La futilidad es la armadura perfecta para la impunidad.

Cada escándalo líder histriónico drena toda la energía crítica del público hacia su figura. Mientras nadie pregunta quién escribió la legislación que desreguló las finanzas, qué corporación privatizó un servicio público o dónde están las cuentas offshore de quienes realmente deciden. Selensky llegó como el outsider que enfrentaría a las élites, pero los oligarcas que controlaban Ucrania antes de su elección siguieron controlándola después.

Las mismas redes de poder, los mismos intereses. Solo cambió la cara en la pantalla, solo cambió el actor encargado de absorber la frustración popular mientras el guion permanecía intacto. El sistema no necesita líderes brillantes porque los líderes brillantes son peligrosos. Un estadista con visión real puede cuestionar el orden establecido, pero un comediante, un magnate de reality shows, un personaje que solo entiende de trending topics, es perfectamente inofensivo.

No puede amenazar lo que no comprende, no puede desmantelar lo que ni siquiera sabe que existe. Por eso, el capitalismo financiero prefiere gobernantes que provengan del entretenimiento, no a pesar de su falta de experiencia política, sino exactamente gracias a ella. Su única función es mantener el espectáculo en marcha, absorber la insatisfacción colectiva y renovar cada 4 años la ilusión de que algo puede cambiar.

El sistema no colocó a un payaso en el trono por equivocación. Necesitaba un circo para que nadie notara que el trono en realidad está vacío. Entonces, ¿qué hacemos con esta revelación? La primera respuesta instintiva es buscar un líder mejor, alguien más preparado, más honesto, más capaz. Pero ya vimos que esa solución no toca la raíz.

El problema no es la calidad del actor, es la existencia del teatro. La alternativa real no es política en el sentido tradicional, es perceptiva. Es un cambio radical en donde colocamos nuestra atención, llamémoslo el asetismo de la atención. Retirar deliberadamente nuestra mirada del escenario y dirigirla hacia los bastidores.

Dejar de consumir política como si fuera entretenimiento. Dejar de reaccionar a cada declaración escandalosa, a cada tweet polémico, a cada controversia fabricada. Porque cada segundo que invertimos discutiendo al payaso es un segundo que no estamos vigilando quién está moviendo los hilos, quién financia realmente las campañas, qué corporaciones redactan los proyectos de ley que los legisladores solo firman.

¿Qué fondos de inversión controlan la infraestructura crítica de tu ciudad? ¿Quién se benefició del último rescate financiero? Esas preguntas no generan memes, no se vuelven virales, no alimentan el ciclo del espectáculo y precisamente por eso son las únicas que importan. La solución no es cambiar al líder, es dejar de mirarlo.

Tal vez lo más revolucionario que podemos hacer en este momento no sea marchar ni votar diferente, ni compartir el próximo hashtag indignado. Tal vez sea algo mucho más simple y más difícil, negarnos a seguir el guion. Negarnos a consumir el escándalo del día, negarnos a alimentar con nuestra atención el único recurso que el espectáculo necesita para perpetuarse.

Porque si hay algo que este sistema no soporta es el silencio. Y nada aterra más al circo que una audiencia que se levanta y se va.

Es una marca de lucidez compartida, una forma de reconocernos entre quienes dejamos de aplaudir el circo para empezar a vigilar la caja fuerte. Volvamos al inicio, pero con otros ojos. El mundo está dirigido por personas que en cualquier otra profesión habrían sido despedidas en su primera semana. Esa frase que al principio sonaba como denuncia ahora revela su verdadera naturaleza.

No es una falla. es el diseño perfecto para un sistema que ya no necesita conductores, porque lo que llamamos incompetencia es en realidad la cualificación exacta para el cargo. El líder idiota no está ahí para tomar decisiones, está ahí para simular que alguien las está tomando. No está ahí para gobernar, está ahí para que creamos que todavía existe algo llamado gobierno.

Su función no es dirigir la máquina, es distraernos del hecho de que la máquina ya no tiene volante. Esta es la orfandad política que mencionamos, ese terror existencial de descubrir que no hay ningún adulto en la sala. Pero ahora podemos reformular esa angustia. No es que no haya adultos, es que dejamos de necesitarlos. El capitalismo financiero llegó a un punto de automatización tan completo que el liderazgo humano se volvió decorativo.

Los algoritmos de trading mueven mercados. Los bancos centrales aplican fórmulas predeterminadas. Las corporaciones ejecutan planes estratégicos diseñados por consultoras que nadie eligió. El sistema opera en piloto automático y el líder es simplemente la interfaz humana de un mecanismo que ya decidió su propio rumbo.

Trump nunca tuvo el poder que aparentaba tener. Selensky nunca controló lo que decía controlar, no porque fueran débiles, sino porque el poder ya no reside donde solía residir. Se dispersó, se volvió difuso, técnico, administrativo, se escondió en cláusulas de tratados comerciales, en decisiones de juntas directivas, en algoritmos que determinan qué ves, qué compras, qué piensas.

Y aquí está la gran ironía. Mientras nos obsesionamos con el idiota en el trono, con su incompetencia evidente, con sus declaraciones absurdas, el verdadero poder celebra. Porque cada minuto que dedicamos a indignarnos por lo que el líder dijo, es un minuto que no dedicamos a cuestionar por qué las grandes corporaciones no pagan impuestos. Por qué los salarios no crecen mientras las ganancias corporativas explotan. Por qué cada crisis financiera termina con rescates para los bancos y austeridad para el resto. El idiota es el escudo perfecto. Mientras exista, mientras ocupe la pantalla, mientras monopolice nuestra atención y nuestra rabia, el sistema real puede operar sin resistencia, sin cuestionamientos, sin amenaza de transformación, pero ahora lo sabemos.

Y saber lo cambia todo porque una vez que ves el mecanismo, no puedes dejar de verlo. Una vez que entiendes que el escándalo del día es una cortina de humo, que el líder ruidoso es una distracción funcional, que tu indignación está siendo administrada como un recurso más, ya no puedes participar del juego con la misma inocencia.

El poder no está donde nos dijeron que estaba. Y esa revelación, por más incómoda que sea, es también liberadora. Porque si el trono está vacío, si el líder es un decorado, entonces nuestra energía política no debería gastarse en cambiar la decoración, debería invertirse en desmantelar el teatro completo.

¿Has sentido esa transformación? ese momento en que dejas de discutir lo que dijo el político y empiezas a preguntar quién le escribió el discurso.


Hay una verdad que atraviesa todo lo que hemos analizado. Una verdad tan simple que resulta obscena. El sistema no se equivocó al colocar a un payaso en el trono. El sistema necesitaba un circo para que nadie notara que el trono en realidad está vacío. Durante décadas nos vendieron la idea de que la democracia era el gobierno del pueblo, que nuestro voto importaba y quizás alguna vez fue verdad. Pero ese tiempo terminó.

Lo que tenemos ahora es una simulación tan perfecta que nos cuesta aceptar que es simulación. Un teatro tan bien montado que seguimos comprando entradas, aunque ya sepamos que los actores no escriben el guion, que el decorado es cartón pintado, que la obra se representa para mantenernos en la butaca, mientras en otro edificio, sin cámaras ni audiencia, se toman las decisiones reales.

El verdadero poder no necesita aplausos, necesita silencio y nada genera más ruido que un idiota al mando. Mientras discutimos si el líder es fascista o incompetente, mientras compartimos indignados su última barbaridad, el sistema que lo colocó ahí sigue acumulando, concentrando, extrayendo, sin freno, sin oposición, sin que siquiera sepamos sus nombres, pero ahora tú lo sabes y eso te convierte en un problema para el espectáculo, porque el espectáculo solo funciona si la audiencia cree en él.

El día que dejemos de aplaudir, el día que dejemos de consumir el escándalo del día, el día que dirijamos nuestra atención hacia donde realmente duele, el circo colapsa. Desaprender eso es un acto de resistencia. Negarse a seguir el guión, a consumir la indignación programada, a invertir energía emocional en peleas diseñadas para agotarnos es sabotear el único recurso que el sistema necesita. Nuestra atención.

Tal vez la revolución no sea tomar el poder. Tal vez sea dejar de mirarlo donde nos dijeron que estaba y empezar a buscarlo donde realmente opera. Tal vez sea entender que el enemigo no es el idiota en el trono, sino el mecanismo que hace que el trono no importe. Tal vez sea aprender a vivir sin esperar al líder correcto, al partido correcto, a la elección correcta. Asumir que si queremos transformar algo, tendremos que hacerlo sin pedir permiso al espectáculo, porque el espectáculo nunca dará permiso para su propia abolición. Esta no es una conclusión, es una apertura, un punto de partida para mirar de otra forma, para dejar de ser audiencia y empezar a hacer otra cosa.

Algo que se reconoce en la lucidez compartida de quienes ya no aplauden. El circo seguirá, pero no necesitas quedarte en la función.

Byung-Chul Han


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