Je suis un sauvage,
nos decía Gauguin, sin advertir que el salvaje está demasiado habituado
a las maravillas de la naturaleza como para que le causen una fuerte
impresión. Se necesita reflexión para liberarse del yugo de la costumbre
y descubrir todo lo que hay de maravilloso en esa misma regularidad. En
la Martinica y Tahití se aplica a escuchar los ecos de otras
divinidades, allí donde los lugareños todavía sostienen relaciones
religiosas con esa fuente inagotable de prodigios que es la naturaleza.
El artista aspira a restaurar los vínculos espirituales entre el hombre y
todas las cosas de la creación.
El animismo había
vivificado las cosas, el desarrollismo cosifica las almas, siendo cada
vez más difícil cultivar una “actitud poética” ante la vida, adoptar una
visión elevada de la realidad, que es la clase de visión que se halla
sofocada por la cerrazón materialista. El hombre primitivo no podía
resignarse al hecho de la muerte, a aceptar la destrucción de su
existencia como un fenómeno natural inevitable. El mito enseñaba que la
muerte no significaba la extinción de la vida humana sino solamente un
cambio en la forma de la vida. Entre la vida y la muerte no hay ningún
límite marcado, los dos términos pueden intercambiarse.
Sea como fuere, los
misterios espirituales que Gauguin capta con su limpieza de trazo están
al borde de la desaparición con la próxima agonía de esas frágiles
culturas del Pacífico y de los Mares del Sur que evocaría Joseph Conrad.
Y nuestro incomprendido soñador también acabaría muriendo en su lejano
exilio de las Islas Marquesas, consumido por el alcohol y la sífilis.
En la sociedad
burguesa las injusticias abundan; sólo los expertos en ignominia se
aprovechan de la opulencia, de las profusiones superficiales con que se
enorgullece. El gasto de insensibilidad que exige para soportarla era
superior a los recursos de cinismo que pudiera tener Gauguin. Sus viajes
a lugares no contaminados por la civilización, aparte de una huida o un
extravío, eran una manera de volver a los orígenes, de recomenzar, con
todo el peso de la tradición pictórica a las espaldas. Quería poner fin a
la decadencia del arte moderno, iniciando su renacimiento en la tierra
prometida de los Trópicos, inspirándose en sus colores, paisajes,
escenas y formas, con el fin de devolver a la pintura su condición
sacra. Ahí, el explorador, descubre inmensos territorios que escapan a
los marcos convencionales del arte.
En su fastuoso “¿De
dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?”, para el propio Gauguin,
su obra maestra, bañadas con una luz tropical, hallamos influencias de
la mitología budista y de la iconografía cristiana. Además, apreciamos
en su arte la fuerza original de los primitivos italianos, con figuras
femeninas que desprenden serenidad y tienen la gracia de las mujeres de
Giotto y Rafael, vírgenes con la mirada y el aura de María; Rembrandt
está presente en sus composiciones, y sabemos que admiraba a Ingress y a
Manet; pero él reclamaba para la pintura una nueva belleza solar, con
sus maravillosas iluminaciones de color porque un cuadro es
esencialmente una superficie plana recubierta de colores dispuestos en
cierto orden y Gauguin quería volver a la naturaleza para ordenarla
plásticamente, con el sonido de las emociones, con una música que
saliera del corazón, buscando la redención en el horizonte de un arte
nuevo, profundamente espiritual, con la pureza de lo salvaje. Gauguin
era un profeta del porvenir del Arte, y aunque Van Gogh pintara su
discordia en Arlés con una silla sin luz, el arte contemporáneo
(Matisse, Picasso) se asienta bajo su iluminadora influencia.
Quizás, a la larga,
la vida sin aspiraciones utópicas sea irrespirable y a riesgo de
petrificarnos necesitemos delirios renovados; que nos decepcionen no las
promesas que no puedan ser mantenidas, sino el hecho mismo de la falta
de promesas. Tiene sus ventajas un régimen que deja a la inteligencia y a
la sensibilidad desplegarse a sus anchas, sin someterlas a los rigores
de las disciplinas morales o los imperativos intelectuales. “El hombre
es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”, nos decía
Hölderlin, soñando con reconstruir Atenas a orillas del Rhin.
Aunque la búsqueda
de la realización de un absoluto puede convertirse en una ilusión
esclavizadora. En el propósito mesiánico de rehacer la creación y darle
una nueva alma o simplemente un alma a la sociedad desalmada, subyace
una nostalgia de los tiempos inmemoriales o anteriores a la Historia.
Recuperar la “edad de oro” y rescatar el estado de naturaleza en el que
se supone el hombre vivía, ha sido el motor de revoluciones y sistemas
de pensamiento redentoristas que manipulan las esperanzas para alimentar
sus ansias de poder.
Mabel Rojas
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