El empleo del vapor y la electricidad, la adopción de métodos perfeccionados y maquinaria que ahorra trabajo, la mayor subdivisión y más amplia de la producción y las portentosas facilidades para los cambios, han multiplicado enormemente la eficacia del trabajo. Era natural esperar, y se esperó, que los inventos economizadores de trabajo aliviarían la fatiga y mejorarían la situación del trabajador; que el enorme aumento del poder de producir riqueza haría de la pobreza una cosa del pasado. Si, en una visión del futuro, un Franklin o un Priestley hubiese visto el buque de vapor reemplazando al velero, el ferrocarril a la diligencia, la máquina segadora a la guadaña, la trilladora al mayal; si hubiesen oído el trepidar de las máquinas que, obedientes a la voluntad humana y para satisfacer el humano deseo, ejercen un poder mayor que el de todos los hombres y todas las bestias de carga de la tierra juntos; si hubiesen visto el árbol de la selva convertido en madera acabada (en puertas, marcos, postigos, cajas o barriles) sin apenas tocarlo la mano del hombre; los grandes talleres en que botas y zapatos llegan a sus cajas con menos trabajo que el exigido al anticuado remendón para poner una suela; las fábricas donde, bajo la mirada de una joven, el algodón se convierte en tela más aprisa que si cientos de fornidos tejedores lo hubiesen elaborado con sus telares de mano; si hubiesen visto martinetes de vapor modelando inmensos ejes y poderosas áncoras, y delicadas maquinarias construyendo diminutos relojes; el taladro de diamante perforando las entrañas de las rocas y el aceite mineral ahorrando el de ballena; si hubiesen comprobado el enorme ahorro de trabajo que resulta del aumento de facilidades para el cambio y las comunicaciones, el carnero muerto en Australia comido fresco en Inglaterra, y la orden dada por el banquero en Londres por la tarde, cumplida en San Francisco en la mañana del mismo día; si hubiesen imaginado los cien mil progresos que estos solos ya sugieren, ¿qué conclusión habrían sacado respecto a la situación social de la humanidad? No habría parecido una deducción. Más que fruto de la imaginación, le habría parecido como si él realmente lo viera, y le habría palpitado el corazón, y los nervios se le habrían estremecido como los de quien, desde una altura, frente a la sedienta caravana, divisa el esplendor vívido del bosque rumoroso y el reflejo de las rientes aguas. Sencillamente, con los ojos de la imaginación habría contemplado cómo esas nuevas fuerzas elevaban la sociedad desde sus mismos cimientos, levantando al más pobre por encima de la posibilidad de la escasez, redimiendo al más humilde de la ansiedad por las exigencias materiales de la vida. Habría visto cómo aquellos esclavos de la lámpara del saber tomaban sobre sí mismos la carga de la maldición tradicional, y cómo aquellos músculos de hierro y tendones de acero convertían la vida del obrero más pobre en una fiesta en la que toda alta cualidad y noble impulso tendrían motivo de desarrollo. La asociación de la pobreza con el progreso es el gran enigma de nuestros tiempos. De esta generosa situación material, habría visto surgir, como obligada consecuencia, un ambiente moral realizador de la Edad de Oro que siempre ha soñado la humanidad. La juventud no cohibida ni famélica, la vejez no acosada por la avaricia; ¡el más tacaño embriagándose en la magnificencia de los astros! ¡La corrupción ausente; la discordia trocada en armonía! Porque, ¿cómo podría haber codicia donde todos tuviesen bastante? El vicio, el crimen, la ignorancia, la brutalidad que dimanan de la pobreza y del temor a la pobreza, ¿cómo podrían existir donde ésta hubiese desaparecido? ¿Quién se rebajaría donde todos fuesen libres? ¿Quién oprimiría donde todos fuesen iguales?
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