En la práctica real, ¿ cómo hacemos para manejar la naturaleza anárquica de los juicios de valor, la igualdad formal y pragmática de todo hallazgo crítico? Tenemos en cuenta cabezas y, en particular, aquellas que consideramos que deben ser consideradas como cabezas cualificadas y laureadas.
Observamos que, a lo largo de los siglos una gran mayoría de escritores, críticos, profesores y hombres “honorables”, han juzgado que Shakespeare es un poeta y un dramaturgo de genio y han encontrado que la música de Mozart es a la vez emotivamente enriquecedora y está técnicamente inspirada. A la recíproca, observamos que aquellos que piensan de modo diferente forman una minoría pequeña, literalmente excéntrica, que sus críticas tienen poco peso y que las motivaciones que suponemos detrás de su desacuerdo son psicológicamente sospechosas (Jefrey sobre Keats, Hanslick sobre Wagner, Tolstoi sobre Shakespeare).
Una y otra vez, como si surgiera de un irritante crepúsculo, sentimos la parcial circularidad y la contingencia en el conjunto del argumento. Nos damos cuenta de que no puede haber sufragio sobre valores estéticos, de que un voto mayoritario, por constante y masivo que sea, nunca puede refutar, nunca puede condenar el rechazo, la abstención, la afirmación contraria del solitario o del negador. Nos damos cuenta, más o menos claramente, hasta qué punto el «sentido común ilustrado», los límites aceptables del debate, la transmisión del cúmulo generalmente admitido de obras de arte y textos mayores y de música, es un proceso ideológico, un reflejo de relaciones de poder dentro de una cultura y una sociedad. El hombre de letras es aquel que compite con los reflejos de aprobación y de goce estético sugerido y ejemplificados por el legado dominante. Pero despreciamos estos problemas.
Aceptamos como inevitable y como adecuado el peso meramente estadístico del «consenso institucional», de la autoridad del sentido común. ¿Cómo, si no, podríamos poner en orden nuestras opciones culturales y sentirnos a gusto con nuestros placeres?. Justamente aquí, con respecto a esta precisa circunstancia, se ha distinguido tradicionalmente entre la crítica estética por un lado, y la interpretación y el análisis considerado estrictamente por otro. Se da por supuesta la indeterminación ontológica de todos los juicios de valor, la imposibilidad de lograr un «procedimiento de decisión» que sirva a la puesta a prueba y que sea lógicamente consistente y que medie entre las observaciones estéticas en conflicto.
De gustibus non disputandum. La determinación de un significado verdadero o más probable para un texto ha sido considerado, en cambio, como el propósito razonable y el mérito de la lectura instruida, o filología. Puede ocurrir que factores lingüísticos, históricos, formales, impidan tal determinación y tal, documentado, análisis. El contexto en que un poema o una fábula han sido compuestos puede sernos indiferente. Las convenciones estilísticas puede que se hayan convertido en algo esotérico. Puede ocurrir, simplemente, que no cumplamos el requisito de la densidad crítica de información, de poder gestionar comparaciones, requisito necesario para llegar a una decisión segura entre variantes de lectura, entre glosas que difieren y explications du texte. Pero estos son problemas accidentales, empíricos.
En el caso de los escritos antiguos, puede ocurrir que aparezcan nuevos materiales contextuales, lexicológicos o gramaticales. Cuando las inhibiciones para la comprensión son más modernas, puede ocurrir que de pronto surjan más o mejores datos biográficos o referenciales y que estos datos ayuden a elucidar las intenciones del autor y el campo de los ecos asumidos por éste en su obra.
A diferencia de la crítica y la valoración estética, que siempre son sincrónicas (el Edipo de Aristóteles no es negado ni convertido en obsoleto por el de Hölderlin; y el de Hölderlin tampoco resulta mejorado o cancelado por el de Freud), el proceso de la interpretación textual es acumulativo. Nuestras lecturas se hacen más instruidas, progresan las evidencias disponibles, la sustanciación crece. Idealmente -que no, con toda seguridad, en la práctica- el coryus de conocimientos lexicológicos, de análisis gramatical, de materia contextual y semántica, de hechos biográficos e históricos, finalmente serán suficientes para llegar a una razonable determinación de qué es lo que quiere decir el pasaje. Esta determinación no necesariamente presumirá de ser exhaustiva; sabrá de sí misma que es susceptible de ser enmendada, revisada, incluso de ser rechazada a medida que aparecen nuevos conocimientos, a medida que van afinándose ciertas precisiones lingüísticas o estilísticas. Pero en determinado punto de la larga historia de la comprensión disciplinada; tomar una decisión acerca de cuál es la mejor lectura, la paráfrasis más plausible, la versión más razonable sobre la intención del autor, se convierte en un juicio
racional y demostrable.
Al final del camino filosófico, hoy o mañana, se encontrará la mejor lectura, habrá un significado o una constelación de significados que ha de ser percibido, analizado y escogido entre otros. En su sentido auténtico, la filología es, en efecto, la vía de acceso, a través de las artes de la observancia escrupulosa y la confianza (philein), que va de las incertidumbres de la palabra a la estabilidad del Logos.
George Steiner
Extracto de su escrito “Interpretar es juzgar”
Observamos que, a lo largo de los siglos una gran mayoría de escritores, críticos, profesores y hombres “honorables”, han juzgado que Shakespeare es un poeta y un dramaturgo de genio y han encontrado que la música de Mozart es a la vez emotivamente enriquecedora y está técnicamente inspirada. A la recíproca, observamos que aquellos que piensan de modo diferente forman una minoría pequeña, literalmente excéntrica, que sus críticas tienen poco peso y que las motivaciones que suponemos detrás de su desacuerdo son psicológicamente sospechosas (Jefrey sobre Keats, Hanslick sobre Wagner, Tolstoi sobre Shakespeare).
Una y otra vez, como si surgiera de un irritante crepúsculo, sentimos la parcial circularidad y la contingencia en el conjunto del argumento. Nos damos cuenta de que no puede haber sufragio sobre valores estéticos, de que un voto mayoritario, por constante y masivo que sea, nunca puede refutar, nunca puede condenar el rechazo, la abstención, la afirmación contraria del solitario o del negador. Nos damos cuenta, más o menos claramente, hasta qué punto el «sentido común ilustrado», los límites aceptables del debate, la transmisión del cúmulo generalmente admitido de obras de arte y textos mayores y de música, es un proceso ideológico, un reflejo de relaciones de poder dentro de una cultura y una sociedad. El hombre de letras es aquel que compite con los reflejos de aprobación y de goce estético sugerido y ejemplificados por el legado dominante. Pero despreciamos estos problemas.
Aceptamos como inevitable y como adecuado el peso meramente estadístico del «consenso institucional», de la autoridad del sentido común. ¿Cómo, si no, podríamos poner en orden nuestras opciones culturales y sentirnos a gusto con nuestros placeres?. Justamente aquí, con respecto a esta precisa circunstancia, se ha distinguido tradicionalmente entre la crítica estética por un lado, y la interpretación y el análisis considerado estrictamente por otro. Se da por supuesta la indeterminación ontológica de todos los juicios de valor, la imposibilidad de lograr un «procedimiento de decisión» que sirva a la puesta a prueba y que sea lógicamente consistente y que medie entre las observaciones estéticas en conflicto.
De gustibus non disputandum. La determinación de un significado verdadero o más probable para un texto ha sido considerado, en cambio, como el propósito razonable y el mérito de la lectura instruida, o filología. Puede ocurrir que factores lingüísticos, históricos, formales, impidan tal determinación y tal, documentado, análisis. El contexto en que un poema o una fábula han sido compuestos puede sernos indiferente. Las convenciones estilísticas puede que se hayan convertido en algo esotérico. Puede ocurrir, simplemente, que no cumplamos el requisito de la densidad crítica de información, de poder gestionar comparaciones, requisito necesario para llegar a una decisión segura entre variantes de lectura, entre glosas que difieren y explications du texte. Pero estos son problemas accidentales, empíricos.
En el caso de los escritos antiguos, puede ocurrir que aparezcan nuevos materiales contextuales, lexicológicos o gramaticales. Cuando las inhibiciones para la comprensión son más modernas, puede ocurrir que de pronto surjan más o mejores datos biográficos o referenciales y que estos datos ayuden a elucidar las intenciones del autor y el campo de los ecos asumidos por éste en su obra.
A diferencia de la crítica y la valoración estética, que siempre son sincrónicas (el Edipo de Aristóteles no es negado ni convertido en obsoleto por el de Hölderlin; y el de Hölderlin tampoco resulta mejorado o cancelado por el de Freud), el proceso de la interpretación textual es acumulativo. Nuestras lecturas se hacen más instruidas, progresan las evidencias disponibles, la sustanciación crece. Idealmente -que no, con toda seguridad, en la práctica- el coryus de conocimientos lexicológicos, de análisis gramatical, de materia contextual y semántica, de hechos biográficos e históricos, finalmente serán suficientes para llegar a una razonable determinación de qué es lo que quiere decir el pasaje. Esta determinación no necesariamente presumirá de ser exhaustiva; sabrá de sí misma que es susceptible de ser enmendada, revisada, incluso de ser rechazada a medida que aparecen nuevos conocimientos, a medida que van afinándose ciertas precisiones lingüísticas o estilísticas. Pero en determinado punto de la larga historia de la comprensión disciplinada; tomar una decisión acerca de cuál es la mejor lectura, la paráfrasis más plausible, la versión más razonable sobre la intención del autor, se convierte en un juicio
racional y demostrable.
Al final del camino filosófico, hoy o mañana, se encontrará la mejor lectura, habrá un significado o una constelación de significados que ha de ser percibido, analizado y escogido entre otros. En su sentido auténtico, la filología es, en efecto, la vía de acceso, a través de las artes de la observancia escrupulosa y la confianza (philein), que va de las incertidumbres de la palabra a la estabilidad del Logos.
George Steiner
Extracto de su escrito “Interpretar es juzgar”
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