La superficialidad actúa en ocasiones como ejecutor de una nueva disponibilidad de aquellos signos que todavía no han sido comprendidos: el concepto, denostado por su aparente incapacidad para captar un sustrato emocional, psicológico o social, construye algunos estigmas infalibles. Las subculturas juveniles pueden percibirse, desde las instituciones y las ideologías de Estado, como la distorsión aclaratoria de un colectivo desubicado, distanciado del estrato social hegemónico. Ante ese orden de cosas siempre se obtendrá un mecanismo acusatorio (pánico moral) y una modalidad de desprestigio que habrá de culminar en un titular sobre su superficialidad. Pero el esquema ideológico, estético y vivencial de cada una de ellas contradice las hipótesis de lo superfluo. El repaso sobre la iniciación que va del teddy boy británico de la posguerra al punk encapsulado en las incipientes políticas neoliberales de finales de los años 70 somete a un criterio distinto la crítica cultural, de tal forma que en ellos se da siempre un método de oposición al sistema imperante en la medida en que el mundo ha de ser interpretado de nuevo desde el interior de cada grupo. La reacción a ese proceso se basa en un formato especulativo que intenta deslegitimar sus ideales.
Cito aquí, a modo de prospecto distintivo, el ejemplo que más se podría acercar sólo en apariencia a la recepción de una estilística insustancial asociada, si no a una subcultura en sentido estricto, a una tendencia grupal que aglutina música y moda, originada a partir de 1979 en torno a varios clubs londinenses (The Blitz, Billy’s) y un sentido de la mezcolanza que vertiría en la vestimenta el despiece definitivo que otras tendencias (punk, mods, teddy boys) habían propiciado sobre la moda. Los Nuevos Románticos y, por extensión, los modernos de finales de los 70 y principio de los 80 (del siglo XX) representan no sólo el estadio último del proceso estético iniciado con el Glam-Rock y llega al punk del 76-77 bajo un collage disoluto y dramático para reconvertirse en modelo aún más flexible bajo las variables de la New Wave, sino también el receptáculo sobre el que momentáneamente se hará visible un discurso de la posmodernidad.
Ese discurso plantea un motivo estético fundamentado en el apropiacionismo, una retícula que ya había sido acogida por las vanguardias pero que, ante el programa que pronuncia el fin de los grandes relatos y el triunfo del fragmento, exprime la tradición vaciando los signos de época que le daban sentido.Si en una primera lectura los Nuevos Románticos surgen como alternativa al posicionamiento de la experiencia del punk original, su análisis semiótico ejerce una base más poderosa para esgrimir una síntesis de las subculturas de la segunda mitad del siglo XX, hecho que ha sido poco valorado al anteponer las formas exóticas, explícitamente lúdicas, sobre las que se asentaba su estilística. Se trata de la misma deconstrucción que había llevado el punk respecto a algunos hitos vestimentarios, con el enigma añadido que habría de recolocar el pasado en un espacio en suspensión. Quizá por eso tal romanticismo estético se produce en recintos distintivos, es decir, exclusivos, nocturnos, cerrados, aglutinadores al mismo tiempo de un código mistificado por los miembros más adelantados del grupo. The Blizt, club en el que se asentaría el movimiento bajo una batuta visual heterogénea, tan sólo legitimada por la acumulación de signos disociados y superpuestos sobre los hechos de una moda de ficción y su adscripción directa a la amalgama tecno-pop, se presenta como un umbral iniciático, un espacio autorreferencial donde la novedad está depositada no tanto en la originalidad como en la capacidad de su clientela para hacer de la moda un enclave deshistorizado. La acumulación ofrece así un modelo de fragmentación. La ropa induce a la melancolía, a una épica aligerada por una pose que, en cualquier caso, no ha de confundirse con lo superfluo pues en el movimiento también existen signos que declaman autoría.
La extrañeza siempre provoca mecanismos de autodefensa desde los estamentos sociales mejor posicionados política y económicamente, pero las fotografías de la época nos hablan con la misma celeridad con que los hechos del ropaje postulan nuevas formas de representación. El fotógrafo británico Derek Ridgers, desde un ejercicio casi-antropológico y una visión orientada a describir tipologías ubicadas entre los bastidores nocturnos y diurnos de la New Wave, abastece la fuente documental para maniobrar con la clave de esa posmodernidad practicada. Partimos de su registro para evaluar el instante en que algunos movimientos subculturales confluyen en una síntesis ad hoc, una propina literal que volcaría parte de sus intereses en repensar la moda como un hecho separado de la historia. En ese sentido, los Nuevos Románticos inciden sobre referencias alejadas de su contexto urbano teatralizando el mundo (exotismo, orientalismo, lujo, barroquismo, etc.) y exponiendo en un sampleado de telas, patrones y adornos la rememoración de épocas pasadas.
Muchas fotografías de Ridgers recogen precisamente ese sustrato en el que la disolución de la identificación con un movimiento subcultural exacto, definido y programado, altera el orden de la vestimenta dotándola de otros significados. Los Nuevos Románticos llevan esa ideal hasta sus últimas consecuencias. Los modernos, que al menos en España (años 80) tuvieron una réplica irónica-satírica bajo el término modernez, cambian los pliegues de su vestuario hasta probar que un rockabilly nunca volverá a parecerse a un rockabilly, del mismo modo que Steve Strange, miembro del grupo musical Visage y asiduo actor participante de The Blitz, puede presentarse con un tupé que nunca volverá a parecerse a un tupé. Ese contrasentido es lo que hace pensar que lo superfluo ha quedado excluido: existe así una voluntad, quizá inconsciente, de transgredir el corte (y la confección) de la ropa.

Los Nuevos Románticos ejecutan el estadio último de un proceso que había ocupado toda la década de los 70 hasta el momento en que se asume la autonomía del collage vestimetario como fuerza expresiva. En el contexto, no es tanto la forma heterogénea de plantear la identidad juvenil como la disolución de las fuerzas tribales que en teoría habrían de soportar su sentido. El collage, bajo la representación de la posmodernidad y la figura cultural del moderno, provoca una brecha en la identidad de cada grupo. Si ya había quedado aclarado que los modernos infringen la ley que, en otras subculturas, separaba el vestuario y la moda, no es menos cierto que el sujeto ya no reclama una identidad pura. En esencia, esa vendría a ser la tesis básica sobre la que se asienta la figura del moderno al iniciarse los años 80. Sin embargo, no bastaría con discernir la señas grupales de los Nuevos Románticos (hechas de exclamaciones exóticas y una fragilidad que intenta legitimarse con la superposición de telas y modas) y aquella otra madeja que, a expensas de una figuración nueva de lo moderno, vuelve a cargarse de anacronismos fasionistas, con la función algo proscrita de ofrecer no tanto una actualización del pasado como una salida a la recomposición del yo moderno. La mezcla ya no produce desasosiego. Bajo el prisma más convencional del retal que ha de cubrir esa individualidad de nuevo signo, la moda se aleja de la insurgencia del punk para exaltar los excesos del clasicismo. La tentación es pensar en un sujeto debil antes que en la incipiente manera en que iba a forjarse el sujeto para el consumo. Pues tanto los Nuevos Románticos como los modernos, dos caras de una misma moneda, representan un ciclo alternativo de la sociedad de consumo. Si digo alternativo no es para subrayar una oposición a las fuerzas culturales que reorganizan las prácticas de consumo en los años 70 y 80, sino para enfatizar el valor retórico que adquieren esas prácticas.

Todas las fotografías son de Derek Ridgers, realizadas entre finales de los 70 y principios de los 80 en The Blitz y otros clubs londinenses
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