En Alemania, la policía
registró recientemente los domicilios de cientos de ciudadanos
acusados de insultar a políticos o publicar discursos de odio en la
red. En Francia, la fiscalía abrió una investigación penal contra
la plataforma X de Elon Musk, acusándola de injerencia extranjera
mediante la manipulación de algoritmos y la difusión de discursos
de odio. Esto se produjo tras el registro policial de la sede de la
Agrupación Nacional, el principal partido de la oposición francesa,
tras la apertura de una nueva investigación sobre financiación de
campañas, tan solo unos meses después de que Marine Le Pen,
exlideresa del partido, fuera condenada a cinco años de
inhabilitación por malversación de fondos de la UE.
En el Reino Unido,
más de 100 personas han sido arrestadas simplemente por llevar
carteles que decían «Me opongo al genocidio, apoyo a Acción
Palestina», una organización recientemente prohibida por
'terrorismo'. Mientras tanto, en EEUU, Trump está implementando una
amplia represión de la libertad de expresión, en particular contra
las críticas a Israel.
Estos casos no son
excepciones, sino síntomas de una deriva más profunda y sistémica
hacia el autoritarismo. En Occidente, la censura se ha convertido en
una práctica habitual, la disidencia se criminaliza cada vez más,
la propaganda es cada vez más descarada y los sistemas judiciales se
utilizan como armas para silenciar a la oposición. En los últimos
meses, esta tendencia ha degenerado en ataques directos a las
instituciones democráticas fundamentales: en Rumanía, por ejemplo,
se anularon unas elecciones completas por haber producido un
resultado erróneo, y en otros países la UE está considerando
medidas similares.
Oficialmente, todo
esto se hace «para defender la democracia». En realidad, el
objetivo es claro: permitir que las clases dominantes mantengan el
poder ante un colapso histórico de su legitimidad.
Si tienen éxito,
Occidente entrará en una nueva era de democracia controlada, o
nominal. Si fracasan, y en ausencia de una alternativa coherente, el
vacío podría allanar el camino a la inestabilidad, el malestar
social y las crisis sistémicas. En cualquier caso, el futuro de la
democracia occidental se presenta sombrío.
Las advertencias
sobre este repliegue democrático verticalista no son nuevas. En el
año 2000, el politólogo británico Colin Crouch acuñó el término
«posdemocracia» para describir el hecho de que la democracia en
Occidente, si bien conservaba sus aspectos formales, se había
convertido en una fachada vacía de sustancia. Según Crouch, las
elecciones se habían convertido en espectáculos controlados,
organizados por profesionales de la persuasión dentro de un consenso
neoliberal compartido --promercado, proempresarial,
proglobalización-- que ofrecía a los votantes escasas opciones en
cuestiones políticas o económicas fundamentales.
Crouch escribía en
el umbral de lo que Francis Fukuyama llamó «el fin de la historia»:
la victoria global de la democracia liberal occidental, sellada con
la caída del Muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría. El
argumento central de Fukuyama era que, a partir de entonces, no
habría ningún desafío real para la democracia liberal y el
capitalismo de mercado, considerados la cúspide del desarrollo
social.
Durante un tiempo, la
predicción resultó acertada. La histórica derrota del socialismo
había reducido drásticamente el espacio ideológico en Occidente,
impidiendo cualquier desafío estructural al capitalismo y
favoreciendo un modelo de gobernanza tecnocrático y despolitizado,
sustentado en el mantra «TINA» (No hay alternativa): centralidad
del mercado, responsabilidad individual y globalización.
Las
grandes protestas de los movimientos sociales de principios de la
década de 2000 --contra la globalización o la guerra de Irak-- no
lograron materializarse en una fuerza política formal. De hecho,
gran parte de la izquierda posguerra fría, tras abandonar la lucha
de clases en favor de un identitarismo liberal-cosmopolita, terminó
legitimando diversas formas de «neoliberalismo progresista»: una
mezcla de retórica pseudoprogresista y políticas económicas
neoliberales.
A nivel geopolítico,
la hegemonía estadounidense le había permitido en esos años
imponer un «nuevo orden mundial» unipolar. Mientras tanto,
profundas transformaciones económicas han golpeado el corazón de
Occidente: el declive de la manufactura tradicional y el pacto
fordista-keynesiano, reemplazados por una economía de servicios y un
trabajo fragmentado y precario. En la mayoría de los países
occidentales, el empleo manufacturero ha caído entre un 30 % y un 50
%, fragmentando a la clase trabajadora como entidad política
unificada.
Esta tendencia
histórica se vio exacerbada por políticas destinadas a debilitar el
poder de negociación laboral (leyes antisindicales, flexibilización
del mercado laboral) y a promover el consumismo privatizado y la
apatía política. Mientras tanto, los procesos de toma de decisiones
se alejaron cada vez más de las presiones democráticas,
transfiriendo las prerrogativas nacionales a instituciones y
burocracias supranacionales como la Unión Europea.
El resultado es lo
que algunos han llamado «pospolítica»: un régimen donde prospera
el espectáculo político, pero donde las alternativas sistémicas al
statu quo neoliberal quedan excluidas a priori. El periodista
estadounidense Thomas Friedman describió el régimen neoliberal
pospolítico como un sistema donde «las opciones políticas se
reducen a Pepsi o Coca-Cola»: diferencias superficiales dentro de un
marco inmutable.
Si bien la democracia
formal se ha mantenido intacta, la democracia sustantiva, entendida
como la capacidad real de los ciudadanos para influir en las
decisiones gubernamentales, se ha erosionado drásticamente. Sin una
alternativa sistémica, la política y la democracia sustantiva se
han debilitado, lo que ha provocado una disminución de la
participación electoral. Y el poder real se ha concentrado en manos
de una pequeña élite.
Durante la última
década y media, la situación ha empeorado significativamente. El
régimen neoliberal se ha endurecido y radicalizado aún más. Dentro
de la UE, con el pretexto de la crisis del euro, instituciones como
el BCE y la Comisión Europea han ampliado sus competencias,
imponiendo normas presupuestarias y reformas estructurales al margen
de cualquier proceso democrático.
Consideremos episodios como
el «golpe monetario» del BCE contra Silvio Berlusconi en 2011,
cuando el banco central obligó al primer ministro a dimitir,
condicionando su salida a seguir apoyando los bonos y bancos
italianos. O el chantaje financiero a Alexis Tsipras en Grecia. En
conjunto, estos acontecimientos han llevado a algunos observadores a
sugerir que la UE se estaba convirtiendo en un «prototipo
posdemocrático», firmemente opuesto tanto a la soberanía nacional
como a la democracia.
Los escombros dejados
por la crisis y las políticas de austeridad alimentaron, a mediados
de la década de 2010, las primeras grandes revueltas antisistema del
siglo en Occidente: el Brexit, las protestas contra Trump, los
chalecos amarillos y la creciente hostilidad hacia Bruselas. Pero
estas oleadas de protestas fracasaron, absorbidas o neutralizadas por
el sistema mediante la represión y los contraataques ideológicos.
En este sentido, la
pandemia, más allá de la emergencia sanitaria, puede interpretarse
como un evento que aceleró la centralización autoritaria del poder.
Los gobiernos exageraron la amenaza del virus para suspender los
procesos democráticos, militarizar la sociedad, limitar las
libertades civiles e introducir medidas de control sin precedentes,
paralizando así los impulsos 'populistas' de finales de la década
de 2010.
La guerra de la OTAN
contra Rusia en Ucrania ha sacado a la luz dinámicas similares: En
Europa la disidencia se califica de «propaganda enemiga» y las
voces críticas se censuran o sancionan. Hace unos meses, la UE tomó
una medida sin precedentes al sancionar a tres de sus ciudadanos por
presuntamente difundir «propaganda prorrusa».
Al mismo tiempo,
surgen nuevas amenazas populistas, especialmente desde la derecha.
Pero hasta ahora, ni siquiera estas han logrado socavar el statu quo,
en parte porque las élites occidentales, impopulares y
deslegitimadas, han adoptado formas de represión cada vez más
descaradas para influir en los resultados electorales.
El caso rumano marcó
un punto de inflexión: con el apoyo de la OTAN y la UE, se anularon
todas las elecciones presidenciales, descalificando posteriormente al
candidato popular, alegando acusaciones sin fundamento de injerencia
rusa. Estas medidas represivas se justifican como necesarias para
defender la democracia de supuestas amenazas internas ('populistas')
y externas (enemigos extranjeros). Pero cada vez es más evidente que
el verdadero objetivo es afianzar el poder de las élites.
Pero persiste una
pregunta: dado que la democracia occidental actual --ciertamente en
lo sustancial y cada vez más en lo formal-- se encuentra en un
estado de coma, ¿podemos realmente afirmar que la democracia
preneoliberal era una «verdadera democracia»? Durante un período
relativamente corto --desde la posguerra hasta la década de 1970--,
sin duda experimentamos una forma de democracia más sustancial que
la actual.
En aquellos años,
las clases trabajadoras se integraron por primera vez en los sistemas
políticos occidentales, logrando una expansión sin precedentes de
los derechos sociales, económicos y políticos (a costa de la
extracción imperialista de beneficios en el tercer mundo, todo hay
que decirlo) en un contexto de intensa politización masiva. Dicho
esto, no debemos caer en la tentación de idealizar excesivamente ese
período. Es crucial reconocer que, incluso entonces, la democracia,
en su sentido esencial, seguía estando gravemente limitada.
Aunque las élites
gobernantes se vieron obligadas –bajo la presión de los
movimientos populares, la Guerra Fría y el temor al malestar
social-- a ampliar el sufragio y reconocer una serie de derechos
políticos y sociales, ciertamente no lo hicieron voluntariamente. Al
contrario, a menudo las impulsaba el temor de que la entrada de las
masas en el proceso democrático pudiera traducirse en una amenaza
real para el orden social establecido, es decir, que los trabajadores
utilizaran la democracia para subvertir las relaciones de poder.
Contrariamente a la
retórica de que tales mecanismos servirían para «defender la
democracia de sí misma», su función histórica ha sido diferente:
proteger los intereses de la clase dominante de la «amenaza» de la
democracia, impidiendo que cualquier voluntad popular se traduzca en
transformaciones sustanciales de las estructuras de poder existentes.
Mientras tanto, a
partir de la década de 1960, en todos los principales países
occidentales, las demandas de una mayor democratización de la
economía y la política -promovidas por los movimientos obreros,
estudiantiles y populares- fueron sistemáticamente contenidas,
neutralizadas o abiertamente reprimidas.
Cuando la
participación política de base amenazó con socavar los equilibrios
establecidos, las élites respondieron con una combinación de
represión policial, deslegitimación vía medios y reorganización
institucional, con el objetivo de reafirmar el control sobre el
proceso de toma de decisiones e impedir que la democracia se
extendiera a esferas consideradas «intocables», como la
economía.
Al mismo tiempo, los «estados profundos»
occidentales --compuestos por grandes magnates y fuerzas militares,
de inteligencia y de seguridad-- ya ejercían una influencia
significativa entre bastidores, generalmente bajo la dirección
estratégica de las fuerzas de seguridad estadounidenses. Esta
influencia se manifestó, por ejemplo, a través de una serie de
operaciones clandestinas, que incluyeron intentos de
desestabilización y, en algunos casos, ataques terroristas
declarados, dirigidos a contener el auge de las fuerzas de izquierda.
En Europa, el caso
más notorio es el de Gladio, una red paramilitar secreta bajo la
égida de la OTAN y gobierno europeos, involucrada en numerosas
actividades encubiertas --sobre todo atentados atribuidos luego a
organizaciones radicales de izquierda-- destinadas a crear un clima
de miedo y justificar medidas represivas. En algunos casos, estas
operaciones estuvieron vinculadas a asesinatos políticos de alto
perfil, lo que contribuyó a inclinar la opinión pública y la
agenda política hacia una orientación conservadora y anticomunista.
Por esta razón,
junto con las concesiones, se introdujeron --o mantuvieron-- una
serie de restricciones, límites institucionales y mecanismos de
contención con el fin de limitar o neutralizar el potencial
transformador de la participación popular. El sufragio universal se
acompañó así de mecanismos políticos, económicos y culturales
diseñados para frenar el impacto de la democracia sustantiva y
asegurar su control vertical. Por ejemplo, los sistemas
constitucionales modernos impusieron límites claros a la soberanía
popular, es decir, a lo que podía decidirse democráticamente
mediante el voto, como ocurrió en España.
A pesar de ello,
durante un tiempo, el poder de las masas organizadas logró contener
eficazmente el poder organizado de la oligarquía como nunca antes.
Sin embargo, este equilibrio estuvo estrechamente ligado a
condiciones económicas y sociales específicas: la existencia de
grandes concentraciones industriales, economías con un fuerte
enfoque manufacturero y formas de trabajo relativamente homogéneas y
sindicalizables.
A partir de la década
de 1970, estas condiciones comenzaron a desmoronarse, en parte por
razones estructurales (vinculadas a los procesos de
desindustrialización y globalización) y en parte políticas
(vinculadas a la ofensiva neoliberal). Sin embargo, lo crucial es
que, desde entonces, hemos presenciado una fragmentación gradual de
la clase trabajadora como sujeto político unificado, con el
consiguiente debilitamiento irreversible de su capacidad para influir
en la agenda política.
Así, desde los
inicios de la democracia liberal moderna, las clases dominantes han
trabajado activamente para delimitar el alcance de la democracia
dentro de los límites de lo que se considera políticamente
aceptable. Esto ha ocurrido tanto abiertamente --mediante la
represión de los movimientos obreros, estudiantiles y populares--
como de forma más encubierta, mediante campañas de infiltración,
desinformación y, en casos extremos, acciones violentas e incluso
asesinatos políticos.
Este proceso allanó
el camino para una contrarrevolución a gran escala desde arriba,
cuyo objetivo era desmantelar los logros, aunque parciales,
alcanzados por los pueblos en décadas anteriores. Aquí cobra
relevancia el concepto de Carl Schmitt del «estado de excepción»:
la suspensión de las garantías constitucionales para imponer
decisiones que serían imposibles a través de los cauces
democráticos normales. Pero, como señaló el filósofo italiano
Giorgio Agamben hace más de 20 años, este estado de excepción se
ha vuelto permanente en Occidente. Esto, por supuesto, representa una
paradoja: si es permanente, ya no es, por definición, un estado de
excepción.
El futuro,
lamentablemente, se presenta sombrío. Las condiciones que
posibilitaron esa breve etapa de democracia sustancial han
desaparecido y es improbable que regresen. En este sentido, podemos
afirmar que la democracia sustancial ha muerto. Sin embargo, la
desintegración del orden geopolítico occidental --con el
surgimiento de un mundo multipolar liderado por potencias como China,
Rusia e Irán-- marca una transición política y económica crucial.
El declive de la
hegemonía occidental está debilitando a sus élites nacionales. Y
la pérdida de influencia global está alimentando el descontento
interno, especialmente ante las crecientes y sistémicas
desigualdades.
Este colapso está
exponiendo las debilidades estructurales del sistema occidental: al
haber desaparecido la estabilidad geopolítica y el dominio económico
que durante décadas han amortiguado u ocultado estas tensiones, las
élites occidentales ahora se encuentran expuestas a desafíos para
los cuales parecen cada vez menos equipadas, no sólo en términos de
legitimidad, sino también en términos de su capacidad de gestión
política y social.
Este desmoronamiento
potencialmente abre la puerta para el surgimiento de un nuevo orden
que podría ir mucho más allá de una simple reconfiguración del
poder geopolítico: podría marcar el comienzo de una reinvención
radical, socialista, de los sistemas políticos y económicos en su
conjunto.
Pero este nuevo comienzo requerirá una revisión
radical no solo de la forma de hacer política, sino también del
concepto mismo de democracia, trascendiendo las formas vacías y
ritualistas de la democracia liberal. Citando a Antonio Gramsci, se
podría decir que el viejo orden se está derrumbando, pero el nuevo
aún no ha nacido. En este vacío, cualquier cosa puede suceder.