El mundo está
dirigido por personas que en cualquier otra profesión habrían sido
despedidas en su primera semana. Para operar en un quirófano
necesitas una década de formación. Para pilotar un avión
comercial, miles de horas de práctica supervisada. Para reparar un
sistema eléctrico, certificaciones que demuestren que no matarás a
nadie por negligencia. Pero para controlar arsenales nucleares,
firmar órdenes de movilización que envían miles de personas a
morir o decidir qué industrias quiebran y cuáles reciben rescates
multimillonarios, solo necesitas una cosa, saber aparecer en una
pantalla.
Un comediante
ucraniano que interpretaba a un presidente en una serie de televisión
ahora firma decretos que determinan si habrá guerra o paz. Un
magnate estadounidense cuya única experiencia administrativa real
fue despedir participantes en un reality show ,c ontroló durante
cuatro años los códigos nucleares de la mayor potencia militar del
planeta. No son anomalías, son el estándar. Y lo más inquietante
no es que hayan llegado, es que mientras estaban ahí, el mundo
siguió funcionando.
Las bolsas
subieron, los bancos operaron, las corporaciones se expandieron como
si la figura en la pantalla fuera completamente prescindible para el
funcionamiento real del poder. Hay un sentimiento que recorre las
sociedades contemporáneas, una angustia que no siempre se nombra,
pero que todos reconocemos. La sensación de que no hay ningún
adulto en la sala. De que las decisiones que determinan si viviremos
en paz o en crisis están en manos de personajes que parecen
protagonistas de una sátira, no estadistas capacitados para
gobernar. ¿Cómo llegamos hasta aquí? Esa es la pregunta
equivocada. La pregunta correcta es, ¿para qué los necesitan? La
narrativa oficial es tranquilizadora. Los idiotas llegaron al poder
porque las masas fueron manipuladas.
Las redes
sociales envenenaron el debate público. Los algoritmos crearon
burbujas de desinformación. El populismo explotó el resentimiento
de los perdedores de la globalización. La democracia, ese
experimento frágil, finalmente mostró su defecto fatal. Confiar en
el criterio de personas no preparadas para tomar decisiones
complejas.
Esta explicación
tiene la virtud de ser coherente y la desgracia de ser completamente
insuficiente, porque trata el fenómeno como una anomalía, como un
virus que infectó un sistema previamente sano, como si antes de
Trump, antes de Selensky, antes del desfile de bufones mediáticos
ocupando los más altos cargos, el poder hubiera estado en manos de
mentes brillantes tomando decisiones racionales en favor del bien
común, como si este fuera el desvío y no la consolidación de algo
que llevaba décadas gestándose.
La teoría de la
manipulación de masas tiene un problema estructural. Asume que
existe un votante ideal, racional, informado, que fue corrompido por
fuerzas externas. Pero ese votante nunca existió. Nunca votamos por
competencia técnica. Siempre votamos por narrativa, por identidad,
por el líder que nos hace sentir algo.
Lo que cambió
no fue el electorado, fue que el sistema dejó de necesitar
disimular. Antes, los actores del poder necesitaban mantener la
ilusión de que la política importaba. Necesitaban líderes que al
menos aparentaran entender economía, geopolítica, administración
pública.
Hoy esa pantalla
cayó y lo que quedó expuesto no es el caos. Es una máquina
funcionando con perfecta eficiencia, pero sin conductor. Estos
líderes no son errores del sistema, son el producto final, no son la
enfermedad, son el síntoma de un cuerpo que ya aprendió a funcionar
sin cerebro.
Y la pregunta
que deberíamos hacernos no es cómo detener la invasión de los
incompetentes, sino por qué un sistema que se jacta de ser
meritocrático, eficiente y racional los prefiere exactamente así:
visibles, ruidosos y completamente prescindibles para las decisiones
que realmente importan.
Para entender
por qué los prefiere así, necesitamos nombrar lo que está
ocurriendo. Los griegos tenían una palabra para esto, La
palabra "kakistocracia", que significa el gobierno de los
peores, , de los menos
calificados, de aquellos cuya única virtud es no tener vergüenza
suficiente para rechazar el cargo. Pero kakistocracia suena a
decadencia, a colapso, a final de ciclo.
Y lo que estamos
presenciando no es el final de nada, es la culminación de un diseño.
El capitalismo financiero contemporáneo operó una excisión que
pocos advierten. Separó la autoridad escénica del poder
administrativo. El líder que aparece en la pantalla y el poder que
toma las decisiones reales ya no son la misma entidad.
El presidente
gesticula, twitea, genera controversia, ocupa todos los titulares.
Mientras tanto, la burocracia permanente, los bancos centrales, las
corporaciones multinacionales, los fondos de inversión que controlan
infraestructuras críticas operan en un silencio absoluto, sin
cámaras, sin escrutinio, sin resistencia.
El líder
mediático funciona como un pararrayos. Atrae toda la electricidad de
la indignación popular hacia su figura. Las marchas, los hashtags,
las columnas de opinión, los memes, los debates familiares, todo se
consume discutiendo su último escándalo, su última declaración
aberrante, su incompetencia evidente. Y mientras esa tormenta
descarga su furia sobre él, la estructura de la casa permanece
intacta.
Nadie está
cuestionando quién redacta las leyes de desregularización
financiera. Nadie está vigilando qué corporación acaba de comprar
el sistema de agua potable de tu ciudad. Nadie está siguiendo el
dinero. Guy
Debord.
escribió en 1967 que en la sociedad del espectáculo todo lo que era
vivido directamente se ha convertido en representación. No estaba
prediciendo el futuro, estaba describiendo el mecanismo que haría
inevitable esta realidad. La política dejó de ser el ejercicio del
poder y se convirtió en la representación del poder. El líder dejó
de ser quien gobierna y se convirtió en quien aparenta gobernar. El
voto dejó de ser un acto cívico y se convirtió en un acto de
consumo de imagen.
Por eso Trump y
Selensky no son anomalías, son la lógica llevada a su conclusión
natural. Trump transformó la Casa Blanca en un plató de televisión
porque entendió que eso era exactamente lo que se esperaba de él.
No llegó a Washington para cambiar el sistema, llegó para ser su
entertainer en jefe.
Su función no
era gobernar, era mantener el show. Cada tweet polémico, cada
declaración escandalosa, cada controversia fabricada cumplía el
mismo propósito. Mantener todas las miradas fijas en él, mientras
detrás del escenario quienes realmente importaban hacían su trabajo
sin interferencias. Desmontó regulaciones ambientales, firmó
recortes fiscales para corporaciones, nombró jueces que alterarían
leyes por décadas.
Pero lo que el
público recuerda son sus peleas con celebridades y sus errores
ortográficos en redes sociales. Selensky aún más revelador.
Interpretaba a un profesor de historia que, harto de la corrupción
política, se convertía en presidente de Ucrania en una serie de
televisión llamada Servidor del Pueblo. La serie tuvo tanto éxito
que creó un partido político con el mismo nombre y ganó las
elecciones.
El pueblo no
votó por un programa de gobierno. votó por la ficción esperando
que se hiciera realidad. A esto lo llamó Jean Baudrillard
el simulacro, el momento en que la copia sustituye al
original, en que la imagen importa más que la sustancia. Selensky no
fue elegido a pesar de ser actor. Fue elegido precisamente porque ya
había interpretado el papel.
La realidad
política había muerto. Lo que quedó fue el casting. Pero aquí
está la parte que incomoda. Esto funciona. Funciona porque el
sistema económico global ya no necesita líderes competentes.
Necesita gestores de emociones colectivas. Necesita a alguien que
sepa leer un prompter, que genere engagement, que mantenga a la
audiencia entretenida. Mientras la economía sigue operando en piloto
automático.
Los bancos
centrales ya tienen sus fórmulas. Las corporaciones ya tienen sus
lobbis. Los tratados comerciales ya están negociados por tecnócratas
que nunca aparecerán en un debate televisado. El presidente es la
mascota del sistema, no su cerebro. Y lo más aterrador es que el
mercado financiero no solo tolera esta dinámica, la prefiere.
Un líder que
gasta toda su energía política en guerras culturales y polémicas
de redes sociales es un líder que no está interfiriendo con lo que
realmente importa. La acumulación de capital. Ladra mucho, muerde
poco, o mejor dicho, ladra tanto que la audiencia no nota que ya no
tiene dientes. La consecuencia de esta dinámica no es el caos, es
algo peor, la normalización.
Nos
acostumbramos a que la política sea entretenimiento, a consumir
noticias como quien consume una serie de televisión, esperando el
próximo giro argumental, el próximo escándalo, la próxima
temporada. El electorado, entrenado por algoritmos que premian la
novedad y el shock, ya no vota por programas de gobierno, vota por
arcos narrativos, por el candidato que ofrece la historia más
emocionante, no el plan más coherente.
Esto ha
reconfigurado por completo lo que significa ganar en política. Ya no
ganas por tener las mejores ideas, ganas por tener la mejor presencia
escénica, por saber cuándo gritar, cuándo susurrar. Cuándo
generar indignación y cuándo fingir empatía. La campaña electoral
dejó de ser un debate de propuestas y se convirtió en una audición
para protagonista de un drama colectivo.
Y cuando el
líder finalmente llega al poder, el guion sigue escribiéndose con
la misma lógica. Cada decisión se mide por su impacto mediático,
no por su efectividad administrativa. Cada crisis se gestiona
pensando en cómo se verá en los titulares, no en cómo se resolverá
en la práctica. Gobernar se volvió indistinguible de actuar.
Frente a esto
emergen las soluciones de siempre. Necesitamos líderes más
educados, dicen algunos. Debemos regular las redes sociales, proponen
otros. La respuesta es más democracia directa, más participación
ciudadana, insisten los optimistas. Todas estas propuestas tienen
algo en común. son completamente inútiles, no porque sean
malintencionadas, sino porque no atacan la raíz.
Puedes exigir
que los candidatos tengan doctorados, pero si el sistema sigue
premiando la capacidad de generar titulares por encima de la
capacidad de gobernar, solo conseguirás idiotas con diplomas. Puedes
regular las redes sociales hasta el autoritarismo, pero si la
televisión, la radio y los periódicos ya llevan décadas
convirtiendo la política en espectáculo, solo estarás cerrando una
ventana mientras todas las puertas permanecen abiertas.
Puedes
multiplicar los referéndums y las consultas populares, pero si el
votante sigue consumiendo política como entretenimiento, solo
estarás democratizando el circo, no desmontándolo. El problema no
es quién está en el escenario, el problema es que exista un
escenario. El problema no es que el actor sea malo, es que estemos
buscando actores cuando necesitaríamos ingenieros.
Y sobre todo, el
problema es que hemos dejado de preguntarnos si acaso necesitamos ese
escenario, si el protagonista que tanto miramos tiene algún poder
real o si lo que llamamos democracia no es más que el derecho a
elegir qué máscara usará el siguiente decorado de un sistema que
ya decidió hacia dónde va. Ahora podemos ver lo que estaba oculto a
plena luz.
La idiotez no es
estupidez, es camuflaje. La incompetencia del líder no es un defecto
que el sistema tolera, es una funcionalidad que el sistema necesita.
Porque un líder que parece ridículo desarma cualquier crítica
seria antes de que llegue a las estructuras reales. Nos pasamos años
riéndonos de los errores ortográficos de Trump, de sus exabruptos,
de su estética de millonario de telenovela.
Mientras tanto,
¿quién estaba revisando los contratos de reconstrucción? ¿Quién
seguía el dinero de los rescates bancarios? ¿Quién vigilaba las
leyes que permitieron la mayor transferencia de riqueza hacia arriba
en décadas? Nadie, porque estábamos ocupados compartiendo memes. La
futilidad es la armadura perfecta para la impunidad.
Cada escándalo
líder histriónico drena toda la energía crítica del público
hacia su figura. Mientras nadie pregunta quién escribió la
legislación que desreguló las finanzas, qué corporación privatizó
un servicio público o dónde están las cuentas offshore de quienes
realmente deciden. Selensky llegó como el outsider que enfrentaría
a las élites, pero los oligarcas que controlaban Ucrania antes de su
elección siguieron controlándola después.
Las mismas redes
de poder, los mismos intereses. Solo cambió la cara en la pantalla,
solo cambió el actor encargado de absorber la frustración popular
mientras el guion permanecía intacto. El sistema no necesita líderes
brillantes porque los líderes brillantes son peligrosos. Un
estadista con visión real puede cuestionar el orden establecido,
pero un comediante, un magnate de reality shows, un personaje que
solo entiende de trending topics, es perfectamente inofensivo.
No puede
amenazar lo que no comprende, no puede desmantelar lo que ni siquiera
sabe que existe. Por eso, el capitalismo financiero prefiere
gobernantes que provengan del entretenimiento, no a pesar de su falta
de experiencia política, sino exactamente gracias a ella. Su única
función es mantener el espectáculo en marcha, absorber la
insatisfacción colectiva y renovar cada 4 años la ilusión de que
algo puede cambiar.
El sistema no
colocó a un payaso en el trono por equivocación. Necesitaba un
circo para que nadie notara que el trono en realidad está vacío.
Entonces, ¿qué hacemos con esta revelación? La primera respuesta
instintiva es buscar un líder mejor, alguien más preparado, más
honesto, más capaz. Pero ya vimos que esa solución no toca la raíz.
El problema no
es la calidad del actor, es la existencia del teatro. La alternativa
real no es política en el sentido tradicional, es perceptiva. Es un
cambio radical en donde colocamos nuestra atención, llamémoslo el
asetismo de la atención. Retirar deliberadamente nuestra mirada del
escenario y dirigirla hacia los bastidores.
Dejar de
consumir política como si fuera entretenimiento. Dejar de reaccionar
a cada declaración escandalosa, a cada tweet polémico, a cada
controversia fabricada. Porque cada segundo que invertimos
discutiendo al payaso es un segundo que no estamos vigilando quién
está moviendo los hilos, quién financia realmente las campañas,
qué corporaciones redactan los proyectos de ley que los legisladores
solo firman.
¿Qué fondos de
inversión controlan la infraestructura crítica de tu ciudad? ¿Quién
se benefició del último rescate financiero? Esas preguntas no
generan memes, no se vuelven virales, no alimentan el ciclo del
espectáculo y precisamente por eso son las únicas que importan. La
solución no es cambiar al líder, es dejar de mirarlo.
Tal vez lo más
revolucionario que podemos hacer en este momento no sea marchar ni
votar diferente, ni compartir el próximo hashtag indignado. Tal vez
sea algo mucho más simple y más difícil, negarnos a seguir el
guion. Negarnos a consumir el escándalo del día, negarnos a
alimentar con nuestra atención el único recurso que el espectáculo
necesita para perpetuarse.
Porque si hay
algo que este sistema no soporta es el silencio. Y nada aterra más
al circo que una audiencia que se levanta y se va.
Es una marca de
lucidez compartida, una forma de reconocernos entre quienes dejamos
de aplaudir el circo para empezar a vigilar la caja fuerte. Volvamos
al inicio, pero con otros ojos. El mundo está dirigido por personas
que en cualquier otra profesión habrían sido despedidas en su
primera semana. Esa frase que al principio sonaba como denuncia ahora
revela su verdadera naturaleza.
No es una falla.
es el diseño perfecto para un sistema que ya no necesita
conductores, porque lo que llamamos incompetencia es en realidad la
cualificación exacta para el cargo. El líder idiota no está ahí
para tomar decisiones, está ahí para simular que alguien las está
tomando. No está ahí para gobernar, está ahí para que creamos que
todavía existe algo llamado gobierno.
Su función no
es dirigir la máquina, es distraernos del hecho de que la máquina
ya no tiene volante. Esta es la orfandad política que mencionamos,
ese terror existencial de descubrir que no hay ningún adulto en la
sala. Pero ahora podemos reformular esa angustia. No es que no haya
adultos, es que dejamos de necesitarlos. El capitalismo financiero
llegó a un punto de automatización tan completo que el liderazgo
humano se volvió decorativo.
Los algoritmos
de trading mueven mercados. Los bancos centrales aplican fórmulas
predeterminadas. Las corporaciones ejecutan planes estratégicos
diseñados por consultoras que nadie eligió. El sistema opera en
piloto automático y el líder es simplemente la interfaz humana de
un mecanismo que ya decidió su propio rumbo.
Trump nunca tuvo
el poder que aparentaba tener. Selensky nunca controló lo que decía
controlar, no porque fueran débiles, sino porque el poder ya no
reside donde solía residir. Se dispersó, se volvió difuso,
técnico, administrativo, se escondió en cláusulas de tratados
comerciales, en decisiones de juntas directivas, en algoritmos que
determinan qué ves, qué compras, qué piensas.
Y aquí está la
gran ironía. Mientras nos obsesionamos con el idiota en el trono,
con su incompetencia evidente, con sus declaraciones absurdas, el
verdadero poder celebra. Porque cada minuto que dedicamos a
indignarnos por lo que el líder dijo, es un minuto que no dedicamos
a cuestionar por qué las grandes corporaciones no pagan impuestos.
Por qué los salarios no crecen mientras las ganancias corporativas
explotan. Por qué cada crisis financiera termina con rescates para
los bancos y austeridad para el resto. El idiota es el escudo
perfecto. Mientras exista, mientras ocupe la pantalla, mientras
monopolice nuestra atención y nuestra rabia, el sistema real puede
operar sin resistencia, sin cuestionamientos, sin amenaza de
transformación, pero ahora lo sabemos.
Y saber lo
cambia todo porque una vez que ves el mecanismo, no puedes dejar de
verlo. Una vez que entiendes que el escándalo del día es una
cortina de humo, que el líder ruidoso es una distracción funcional,
que tu indignación está siendo administrada como un recurso más,
ya no puedes participar del juego con la misma inocencia.
El poder no está
donde nos dijeron que estaba. Y esa revelación, por más incómoda
que sea, es también liberadora. Porque si el trono está vacío, si
el líder es un decorado, entonces nuestra energía política no
debería gastarse en cambiar la decoración, debería invertirse en
desmantelar el teatro completo.
¿Has sentido
esa transformación? ese momento en que dejas de discutir lo que dijo
el político y empiezas a preguntar quién le escribió el discurso.
Hay una verdad
que atraviesa todo lo que hemos analizado. Una verdad tan simple que
resulta obscena. El sistema no se equivocó al colocar a un payaso en
el trono. El sistema necesitaba un circo para que nadie notara que el
trono en realidad está vacío. Durante décadas nos vendieron la
idea de que la democracia era el gobierno del pueblo, que nuestro
voto importaba y quizás alguna vez fue verdad. Pero ese tiempo
terminó.
Lo que tenemos
ahora es una simulación tan perfecta que nos cuesta aceptar que es
simulación. Un teatro tan bien montado que seguimos comprando
entradas, aunque ya sepamos que los actores no escriben el guion, que
el decorado es cartón pintado, que la obra se representa para
mantenernos en la butaca, mientras en otro edificio, sin cámaras ni
audiencia, se toman las decisiones reales.
El verdadero
poder no necesita aplausos, necesita silencio y nada genera más
ruido que un idiota al mando. Mientras discutimos si el líder es
fascista o incompetente, mientras compartimos indignados su última
barbaridad, el sistema que lo colocó ahí sigue acumulando,
concentrando, extrayendo, sin freno, sin oposición, sin que siquiera
sepamos sus nombres, pero ahora tú lo sabes y eso te convierte en un
problema para el espectáculo, porque el espectáculo solo funciona
si la audiencia cree en él.
El día que
dejemos de aplaudir, el día que dejemos de consumir el escándalo
del día, el día que dirijamos nuestra atención hacia donde
realmente duele, el circo colapsa. Desaprender eso es un acto de
resistencia. Negarse a seguir el guión, a consumir la indignación
programada, a invertir energía emocional en peleas diseñadas para
agotarnos es sabotear el único recurso que el sistema necesita.
Nuestra atención.
Tal vez la
revolución no sea tomar el poder. Tal vez sea dejar de mirarlo donde
nos dijeron que estaba y empezar a buscarlo donde realmente opera.
Tal vez sea entender que el enemigo no es el idiota en el trono, sino
el mecanismo que hace que el trono no importe. Tal vez sea aprender a
vivir sin esperar al líder correcto, al partido correcto, a la
elección correcta. Asumir que si queremos transformar algo,
tendremos que hacerlo sin pedir permiso al espectáculo, porque el
espectáculo nunca dará permiso para su propia abolición. Esta no
es una conclusión, es una apertura, un punto de partida para mirar
de otra forma, para dejar de ser audiencia y empezar a hacer otra
cosa.
Algo que se
reconoce en la lucidez compartida de quienes ya no aplauden. El circo
seguirá, pero no necesitas quedarte en la función.
Byung-Chul Han