07 marzo 2013

Los límites de la esperanza




Las formas populistas de democracia igualitaria, promovidas muy fervientemente al final del siglo XIX, habían derivado durante el siglo XX en un liberalismo que prometía progreso, meritocracia, cosmopolitismo, cientificismo, cuidados “terapéuticos”, y secularismo.Los modernos progresistas identificaron democracia con individualismo radical por una parte e interdependencia global por otra. Este simultaneo estrechamiento y casi-infinita expansión de los horizontes humanos dio como resultado unos individuos modernos que resisten las posiciones intermedias de ciudadanía, una perspectiva que insiste en la necesidad de tener responsabilidades comunes y además se resiste a la disolución de las formas de vida locales en nombre de las oportunidades y el progreso.

Si es recomendable el reconocimiento concreto y no abstracto de nuestra interdependencia, insistiendo en que una interdependencia personalmente buscada nos llevará más fácilmente hacia las virtudes necesarias para instaurar una comunidad verdaderamente democrática, sin embargo los modernos liberales justificaron la “secesión de los mejores” en nombre de la libertad individual y el abandono de los menos afortunados en favor de “formas de vida acotadas” donde las élites puedan vivir en relativo aislamiento. Incluso el debilitado sentimiento de “nobleza obliga” entre los últimos aristócratas era preferible al sentimiento generalizado de auto-complacencia entre los liberales contemporáneos. Las nociones imperantes de derecho de disfrute individual al fruto de la labor superior realizada por uno mismo significa que uno no tiene obligaciones contraídas con aquellos que no lograron triunfar. La igualdad moral y civil ha sido substituida exitosamente por la “igualdad” de oportunidades, una forma de igualdad que da lugar a formas radicales de desigualdad material y que ha dado lugar a una nueva “aristocracia del talento”; curiosamente, esta nueva aristocracia alega haber surgido como resultado de la mayor perfección de la democracia, ahora entendida como un liberalismo progresista basado en el libre mercado.

Esta evolución significa una traición a la democracia: la ciudadanía ha sido reemplazada por el individualismo; la virtud ha sido substituida por una ética del éxito material; la creencia en la igualdad y las obligaciones cívicas han dado paso a proclamas en favor de la libertad individual y un énfasis en la autonomía. Curiosamente, mientras que el espíritu de la generosidad aristocrática se ha desvanecido, en su lugar han aparecido otras formas más desiguales de atención hacia los más desafortunados, denominada “compasión” y sus consiguientes terapias. La ética de la auto-realización dio lugar a un amplio sentimiento de que uno era el único responsable del resultado de sus propias decisiones. El fracaso de los desclasados se explica ahora como el producto de elecciones equivocadas, y estas elecciones equivocadas se atribuyen a varias patologías sociales que se pueden curar por medio de la intervención social. Las élites por su parte pueden creerse que su envidiable posición ha sido el simple resultado de un esfuerzo superior, al tiempo que diagnostican los fracasos de los “ciudadanos de segunda” como causados por circunstancias sociales, psicológicas o físicas fuera de su alcance.

Esto dio lugar a una curiosa forma de paternalismo: el recurso a profesionales de la ayuda impersonal como sustituto del deber de ayuda mutua. El reconocimiento implícito de que todos compartimos un mismo destino dio lugar a las categorías reduccionistas de salud y enfermedad. Y lo que es más importante, la democracia dejó de ser entendida como un sistema de autogobierno basado en la asunción de competencias comunes.La autoindulgencia compasional permite a ambas clases alejarse del verdadero compromiso requerido para elevar la competencia de todo el mundo. La tolerancia basada en la compasión no es más que una forma de indiferencia apática hacia el alma y carácter de nuestros conciudadanos.

Vidas y economías de independencia y no de interdependencia. La democracia no se basa en la habilidad de cada persona para producir sus propios medios de supervivencia, sino que se basa más bien en las formas benéficas de independencia física que resulta de la adopción de formas políticas populistas y economías locales. No puede prosperar en una sociedad de consumidores o en medio de una mentalidad de dependencia mostrada por los trabajadores asalariados. La auto-suficiencia económica es parte primordial de la concepción de Lasch de la democracia igualitaria.

Rechazo del vínculo asumido entre democracia y las tesis económicas liberales, según la cual un sistema de desarrollo económico avanzado permite extender la igualdad, entendida como “igualdad de oportunidades”, gracias a la interdependencia económica. El previsible resultado de este tipo de orientaciones teóricas ha sido la estratificación económica y social que divide a los “analistas simbólicos” de la élite de los trabajadores ordinarios de cuello azul. El liberalismo pretende la liberación, pero solo de aquellos pocos meritócratas que alcanzan el éxito y que por eso mismo no han tenido problema en desentenderse de los asuntos comunes propios de la vida de una sociedad democrática.

Una vigorosa auto-suficiencia es la única forma de asegurar el respeto mutuo entre ciudadanos iguales. Lejos de ver sus vidas separadas o desconectadas entre sí, los populistas demócratas eran completamente conscientes de los límites humanos y de la necesidad del autogobierno como tarea común . Las economías populistas modestas tendían a ser mas locales, y dentro de este contexto cívico limitado, uno podía realmente percibir los vínculos forjados entre ciudadanos que era mucho mas independientes que los interdependientes individualistas. Es muy superior el intercambio visible local sobre la interdependencia global abstracta.


Estas formas de vida localistas daban para mucho más que el mero intercambio económico. Los denominados por Ray Oldenburg “terceros espacios” entre la esfera privada del hogar y los espacios públicos de la vida oficial, dichos espacios eran la fuente de prácticas cívicas vitales. Al ofrecer dignidad e igualdad, dichos espacios inculcaban el “arte de la conversación”. y en desacuerdo con los comunitaristas que asumen que la comunidad es un espacio de automática unanimidad y confortable conformidad. Es mejor el localismo no porque produzca fácilmente acuerdos, sino porque ofrece oportunidades para el acalorado intercambio e incluso el desacuerdo. El arte de la conversación se había perdido al mismo tiempo que se dejaba espacio abierto a una vida cada vez mas atomizada en los suburbios, enclaves de vida separados del resto, y desalmados centros comerciales. A diferencia de los pensadores liberales que prefieren una democracia en la forma de tomar decisiones, por la que las élites y expertos deciden las políticas más adecuadas y que están guiadas solo ligeramente por los sondeos de unos ciudadanos apáticos y despreocupados de los asuntos públicos, defendermos el diálogo democrático debido precisamente a su ineficiencia:

Si consideramos la discusión como la esencia de la educación, entonces tendremos que defender la democracia no como la más eficiente sino como la forma más educativa de gobierno, la que extiende el ámbito de discusión lo más ampliamente posible y que por tanto obliga a todos los ciudadanos a articular sus puntos de vista, poniéndolos en evidencia, cultivando las virtudes de la elocuencia, claridad de pensamiento y expresión, así como una solided de fundamentos.

La democracia merece nuestro apoyo no porque permita la estabilidad gubernamental o la mejor eficacia productiva en bienes y servicios, sino porque es la forma de gobierno que fomenta lo mejor del ser humano. Bajo esta concepción debe ser una comunidad local, dialógica, igualitaria y democrática de ciudadanos independientes pero comprometidos, lo que se encuentra en la antropología de Aristóteles: los seres humanos son por naturaleza “animales políticos” que alcanzan todas sus facultades de juicio y virtudes cívicas por medio de la participación en los asuntos de gobierno y siendo gobernados de la misma manera.

Al defender esta concepción de la democracia populista como alternativa a la concepción liberal predominante se pretende reintroducir un vínculo entre democracia y límites que se había roto con la promesa liberal de progreso económico, material e incluso moral cuasi-infinito. El intento de suplantar el medio ecológico en el que la vida democrática se desarrolla pone en peligro por destrucción de las propias condiciones que hacen la democracia posible. El liberalismo desintegra las raíces morales sobre las que se asienta la democracia. Aunque hable en nombre de la igualdad y la libertad, el liberalismo defiende una forma de hacer política ( de expertos ) y una economía ( de meritócratas ) que corroe las virtudes necesarias para la democracia. Con sus promesas de control de la naturaleza, liberación del individuo de todas las necesidades y limitaciones, y finalmente venciendo la alienación humana, el liberalismo es extremadamente peligroso al basarse en una psicología infantilizante.

El temor a que la democracia ftura sea puesta en peligro por la adhesión del liberalismo a una concepción voluntarista de las relaciones humanas. Una limitación innegable de los seres humanos es su existencia intrínseca: uno no puede escapar de su condición de ser creado. Pretender lo contrario da lugar a un daño psicológico interno; llegando a poner en peligro la psique de otros seres humanos que pueden llegar a ser vistos como obstáculos para la realización de la felicidad individual. La democracia está basada más que nada en una actitud de “aceptación” más que de “transformación”. La relación entre padres e hijos debe partir del agradecimiento: cada hijo es una sorpresa, un regalo, una aventura única e impredecible, así como una señal de nuestro deseo de sacrificar nuestros propios placeres y libertad personal. La adopción moderna de políticas favorables al divorcio “express” o el aborto que justifican el infanticidio representan la evidencia más concreta y terrible del esfuerzo moderno por someter todos los fenómenos humanos y naturales al control y la planificación.

El futuro de la democracia, y quizás el alma misma de la humanidad, se encuentra en un equilibrio un tanto inestable. Por un lado se alinean las élites modernas que se proclaman demócratas en nombre de la autonomía personal, la movilidad, la meritocracia y el cosmopolitismo. Su objetivo es sobrepasar las necesidades y superar las fatalidades usando el enorme poder controlador de la ciencia y la tecnología. Por detrás de todo esto está la concepción de que es posible superar la tragedia, la de las decisiones vitales , y por último escapar a nuestras limitaciones, incluyendo la propia muerte. Queda muy explícita también su condena de toda forma de pensamiento “parroquiano”, patriotismo, y otras lealtades diversas que puedan limitar tu autonomía personal y voluntarismo. Esta élite amenaza con traicionar la democracia, dejando atrás (bajo el cuidado de los expertos terapeúticos que los atienden) a los que no alcanzan el standard educacional y son menos móviles, es decir, los perdedores de la carrera meritocrática, y también amenaza con abandonar una concepción compartida de lo que es una universal “aptitud democrática”.

Lo que las élites modernas entienden por “fe democrática” es su creencia en la habilidad de algunos, sino todos, de forjarse en el mundo mediante el dominio de la ciencia y la superación de la alienación humana, pero esto supone en la práctica un desprecio por la gente ordinaria, es decir, una “traición a la democracia”. Lo que uno encuentra entre la élite cultural, intelectual y económica, es un “desprecio snobbista hacia la gente sin la suficiente educación formal y que trabaja con sus manos, una confianza infundada en la sabiduría moral de los expertos y también una prejuicio infundado contra el sentido común de la gente común, un desprecio por las expresiones sinceras de buena intención, un desprecio por todo lo que no sea científico, una profunda irreverencia, en fin, una tendencia (como resultado de esa irreverencia y desconfianza ) a ver el mundo como algo existente solo para gratificar los deseos humanos”.

Al otro lado se encuentran los ciudadanos corrientes de la tradición populista, que desconfían del progreso en sus diversas facetas, que están dispuestos a asumir obligaciones que surgen a nivel familiar, comunitario y nacional (por tanto más dispuestos a alistarse a las fuerzas armadas), menos propensos a sentir anhelos cosmopolitas y la atracción por la movilidad. Estos sectores populistas tienen más posibilidades de aceptar, e incluso abrazar activamente, las limitaciones humanas. Ocupados en sus tareas diarias, están dispuestos a privarse de los placeres más inmediatos y conveniencia personal por el bien de otros, y el cultivo de una “aptitud democrática” común en vez de un conocimiento excluyente están mas capacitados para aceptar un “realismo democrático”, aunque dichas élites culturales puedan ver ese “realismo” (nacido de las limitaciones y de las imperfecciones) como fundamentalmente antidemocrático. Aquellos que están dispuestos a reconocer las limitaciones humanas, los límites del progreso, y los difíciles misterios de la existencia son los más capacitados para reconocer que la “alienación es la condición normal de la existencia humana”.

Contribuyendo quizás mas profundamente al reconocimiento de la inescapabilidad de la alienación y por tanto a la necesidad de lealtad y límites más que filosofías de “escape” y “progreso”, se encuentra la persistencia de arraigadas creencias religiosas entre ciudadanos comunes. Esta permanencia ofende a la élite cultural, intelectual y económica, llegándoles a producir ansiedad, ya que supone una bofetada a la creencia ilustrada según la cual la fe religiosa sería superada con el advenimiento del progreso científico, el desarrollo económico y la liberalización política. Visto por las élites como supersticioso e inexplicable, la creencia religiosa es ridiculizada como pacotilla intelectual y como falso refugio emocional, mientras que las políticas públicas propuestas desde el tradicionalismo religioso (incluyendo límites sobre el divorcio, aborto, y los esfuerzos por proteger la cohesión social de las comunidades locales) son vistas como irracionales, inigualitarias, antiliberales, arbitrarias y opresivas.


Esperanza es esa “mediocre” forma de creencia en la posibilidad de mejora, pero evita caer en la optimista suposición de que nuestros esfuerzos siempre llevarán a un éxito claro e inmediato. Al mismo tiempo, la esperanza mantiene a raya la desesperación que los esfuerzos aparentemente inútiles puedan provocar. La esperanza frena nuestra impaciencia y frustración, disminuyendo nuestra sensación de superioridad moral, moderando nuestra insistencia en que todas las injusticias se resolverán inmediatamente “aunque perezca el mundo”, mientras mantenemos nuestra creencia en que la justicia es una misión cívica que realmente vale la pena. La esperanza nos permite creer que al final la bondad de la creación resolverá los problemas que nosotros no podemos resolver. Esperanza sin optimismo  es la disposición necesaria para alcanzar la disciplina intelectual contra el resentimiento.

Esperanza es el rechazo de la envidia y el resentimiento y todo aquello que invita a ello. No es difícil ver por qué esas siempre parecen ser posturas morales convincentes, y es debido a que vivimos en un mundo que no parece el adecuado. Es un mundo en que la felicidad humana no es el objetivo primordial, y nuestros planes no siempre salen bien, y existen enormes limitaciones sobre lo que podemos conocer, comprender y controlar. Y en todo caso nuestras vidas son muy cortas. El hecho de la muerte siempre está ahí, revolviendo nuestra imaginación. Todo lo cual parece justificar una renuncia de cualquier creencia en la posibilidad de un mundo que, a pesar de los hechos, pueda ser bueno, justo y bello. Nada de esto, sin embargo, implica que este sea el mejor de los mundos o que la batalla contra la injusticia deba darse por suspendida, en base a que pase lo que pase, está bien.

Esperanza es la disposición primaria del “demócrata realista”: compartimos innumerables miserias juntos en cada generación, con pocas esperanzas de que podamos tomar control de nuestra existencia de pena y sufrimiento. De nuestra común condición de sufrimiento, dependencia y debilidad, la democracia es la forma de gobierno más de acuerdo con nuestra condición. La democracia entendida de esta manera, aparece como una necesidad común, y finalmente alcanza a la necesidad de un sentimiento común de cartas, o caridad.

Estos argumentos no son de sentido común según el discurso político contemporáneo, en el que los “liberales” se interesan más por el sufrimiento de los débiles, mientras que los “conservadores” tienden a centrarse en la confianza en uno mismo cuando no en el individualismo puro y duro.

Límites y esperanza, esta combinación de conceptos nos enseña nuestra condición frágil e imperfecta, y por tanto nos exhorta a estar siempre dispuestos a ayudar al que sufre y sobre la alienación a la que todos nos enfrentamos. Esta conciencia nos obliga a realizar actos de generosidad y caridad. Esta disciplina intelectual contra el resentimiento  escarmienta nuestra impaciencia con la injusticia precisamente enfatizando la necesidad del amor. Este énfasis en la misericordia es quizás la virtud humana más difícil de conseguir en términos generales, y especialmente para el hombre moderno. Y sin embargo se trata de un mensaje que es necesario repetir y renovar, aun ante el más que probable fracaso. La esperanza no necesita más.

La historia no justifica el optimismo; mas bien, nos recuerda que la misericordia es a la vez un desafio y una necesidad: En la historia de la civilización...los dioses vengativos han ido dando paso a dioses que además muestran misericordia y mantienen la convención moral de amar al enemigo. Esta moralidad nunca ha sido comúnmente aceptada, pero está ahí, incluso en nuestra época ilustrada, como un recordatorio de nuestra débil situación y de nuestra increíble capacidad de gratitud, remordimiento, y perdón, por medio de los cuales podemos trascenderlos hoy y siempre.

Patrick J. Deneen sobre estudio de Lasch

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La muerte de Christopher Lasch en 1994 privó a América a uno de sus mejores críticos, un hombre que en su labor intelectual siguió el consejo de John Winthrop, “Debemos entretenernos unos a otros con cariño fraternal. Tenemos que estar dispuestos a dejar a un lado nuestras superficialidades, para ayudar a otros en sus necesidades”. Imposible de encasillar políticamente, Lasch parecía capaz de estar a la izquierda y a la derecha de la mayoría de la gente. Tenía muy buena pluma y una prodigiosa impaciencia, dejando al descubierto las paparruchas y falsos planteamientos de los intelectuales, posicionándose contra los límites impuestos al discurso político contemporáneo.

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