15 enero 2013

Quien todo lo ve y todo lo juzga



Caldes de Estrac, 16 de agosto de 2003
Desconocidos vecinos:

Escribió Jean Paul Sartre al final de uno de sus libros que el infierno son los otros: el infierno que encienden las personas que amamos, y cuyas vidas no podemos dominar, y el que inflaman los que odiamos, cuya existencia y libertad nos resulta intolerable. Habría que acabar con el infierno, especialmente con sus variedades más odiosas, por tanto habría que acabar con ustedes. Porque desde que se instalaron junto a nuestra casa, en primera línea de mar en esta urbanización que se pretende exclusiva, se convirtieron ustedes en un verdadero infierno para nosotros, especialmente para mi mujer, que sufre lo indecible con su presencia y, también, con su ausencia, tanta es la desazón que le produce la posibilidad de que regresen ustedes antes de haber podido conciliar el sueño. Seamos claros, señores: por las noches les oímos aullar. Durante el día, aullar y maldecir. Una realidad en absoluto edificante.

Ustedes me habrán visto salir en compañía de mi señora. Soy ese sujeto imponente, de casi dos metros de altura, de pelo gris y bigote cortado a cepillo, de voz grave y pañuelito al cuello. Quiero que sepan que soy juez, miembro del Consejo Superior del Poder Judicial y presidente de la asociación Juan Calvino de la judicatura. Pueden suponer que soy persona de principios y que jamás me he teñido el pelo ni he dejado de recortarme el bigote con rigor matemático. A pesar de los años, ni mi porte ni mi solemnidad han mermado un ápice, y sigo causando terror en los juzgados de Madrid, tanto entre los acusadores como entre los condenados, porque de mi juzgado nadie sale indemne.

Quiero aclararles, para que me conozcan mejor, que soy contrario a las tesis evolucionistas, partidario del creacionismo y ajeno a las aportaciones de las actuales ciencias físicas y químicas. No admito novedades desde los Principia (1687) de Newton y el Sistema Naturae (1770) de Linneo, y no aplico otro derecho que el establecido por Dios en nuestra conciencia a través de la Ley Natural. De ahí que sea partidario de la desigualdad racial, sexual y nacional, y no acepte ni la proximidad genética del chimpancé, ni la interpretación atomista de la realidad. Y ya no hablemos de la teoría de la relatividad, la expansión del Universo o los postulados de la física cuántica, por la que siento especial aversión. Les hago partícipes de mi ideario para que vayan abriendo boca y sepan a qué atenerse.

Apenas salgo de casa y cuando lo hago siempre es en compañía de mi esposa, una mujer delgada y pequeñita que viste abrigos de pieles incluso en verano, con lo que consigue dar empaque a su cuerpecillo diminuto: así es como se deja ver a través de la ventanilla de nuestro coche, un Mercedes blindado, un poco grande para su anatomía, pero con refrigeración. Sé que aparentamos disparidad como pareja, aunque no somos los únicos. Ustedes también son peculiares, salvo error en la interpretación. Por un lado, está ese individuo al que identifico como el cabeza de familia, un señor mayor con gafas, entristecido y de poca vida; más o menos de mi edad, aunque peor conservado. Por otro, la que aparenta ser su joven esposa, pero que también podría ser una mantenida de lujo, una señora de buen ver a quien no le importa desprenderse de la parte superior del biquini y ajustarse la inferior, de tejido sutil, a las comisuras de las ingles, tal como he podido observar desde mi casa con el catalejo. A sus pies, señora. En una ocasión, al salir de la farmacia, pasaba usted, radiante en su hermosura, y el paso le cedí.



Luego está esa jovencita que quizá sea hija suya y que no conoce norma, pues, literalmente, se mea en el jardín, sin tomarse la molestia de entrar en casa. Sus amigos, que tengo catalogados, son un peligro público: hay un tipo que la visita con frecuencia, moreno, con camiseta imperio, y que conduce un BMW, y con el que la joven se corre, también literalmente, juergas sin fin bajo los pinos. El resto de sus visitantes no son sino materializaciones del exceso, trasiego de gente que entra y sale de su casa con el ánimo exaltado de quien acude a la feria, como si la vida fuese un carnaval, como si el mundo tocara a su fin y hubiera que recuperar el tiempo perdido. ¿Bebidas? ¿Humo? ¿Tocamientos? De todo y en abundancia. Si yo pudiera barrerlos de un plumazo, así lo haría. Pero hasta ahí no alcanza el poder de mi literatura.

Ustedes se preguntarán a qué viene todo esto. No les estoy escribiendo por puro azar, ni tan siquiera movido por el odio. Yo sólo soy el mensajero, la mano de Dios que interviene en este (su) mundo infecto. Ustedes no son sino protozoos, simples infusorios. Sus cilios, por bien anclados que estén, no les salvarán de un final atroz: el final que se merecen, el que es debido, según la justicia divina. ¡Prepárense, pues, para ese final, porque lo tendrán! Mientras tanto, bajen el volumen de sus existencias, eviten las aceras por las que yo paso, dejen de respirar mis virus. Están advertidos.
Desconsideradamente, su vecino,

Leopoldo Bastión y Carvarejo
Juez y parte

Autor: Perico Baranda ( a sus pies, yo también, Señora)


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