Quisimos creer que los hombres hallaríamos la felicidad en un inmenso invernadero, un lugar abastecido con todos los materiales necesarios para la satisfacción infinita de nuestras necesidades lúdico-fisiológicas. De la intendencia se encargaría la todopoderosa razón aplicada al poder. Quisimos ser plantas. Ahora sabemos, aunque poco importe, que la ahitera elevada a categoría de ideal, más que erradicar la menesterosidad, eterniza la necesidad, y que el perpetuo estado carencial resultante es contrario a cualquier tipo de riqueza, muy especialmente al esplendor espiritual.
Encenagados. Banqueros y eremitas, vanidosos y modestos, poderosos y esclavos, cobardes y héroes, necios y sabios… nadie se salva de la penuria cultural, de la condena a vegetación forzada. Del invernadero no escapan la bondad, ni la Gracia de Dios. La misma excepcionalidad dichosa de los comportamientos excelentemente humanos apuntala la miseria general. La impotencia de la inmensa mayoría de la población a la hora de crear y mantener lo público es dulcificada gracias a las íntimas mieles del éxito y la fama, reales o imaginarios. Éxito y fama que, en el actual contexto de delirio egotista, en realidad van muy poco más allá de sentirse sexualmente deseado, siendo también, claro está, real o imaginario ese deseo. ¿O no es la Blogosfera una inmensa reunión de apátridas lujuriosos? Apátridas porque en la nación universal no existe más que al apego fascista a la personalidad, a la propiedad, a los ideales, las obras del Arte o los terruños-Estadoides. Lujuriosos porque, aunque no se trate de estricto cosquilleo clitoridiano o fálico, ¿a qué sirve en realidad tanto esfuerzo por hipertrofiar nuestra entidad microbiana? Por manida que esté, la única interpretación cuerda de esta eudemonía moralmente afectada y políticamente incapaz es que el impulso sexual, por muy soterrado que de facto pueda hallarse, se colma con el reflejo de nuestra propia insustancialidad en aquello que se nos presenta como la voz y el oído de la Humanidad toda: La Red.
Los hijos del siglo XX hemos sido espectadores históricos de que la felicidad es sólo un mito adventicio del desquiciado mito del progreso. Y el progreso es una secularización de las mitologías soteriológicas venidas de Oriente a través del cristianismo. El caso es que la tecnología destinada a cuidar de nuestras barrigas y de la libertad para engordarlas, encontró el medio para someterlas universalmente y aniquilarlas localmente. El Homo sacer no es ya aquel individuo que ha perdido su condición de sujeto de derecho, sino todo aquel que pertenece a la sociedad de la saciedad, de la no política, del poder por el poder, del Estado como cultura, del orden como justicia. Sociedad en la que la Política no es ya la continuación de la guerra por otros medios, sino en la que la guerra contra el poder puede terminar siendo la resurrección de la Política por nuestros propios medios.
La sobrealimentación y la infralibertad convierten en pienso para ganado incluso los que podrían ser frutos del amor y el arte. Aún más, la obsesión por contar con bienes fácilmente digeribles e inevitablemente desechables afecta incluso al propio yo. Un yo utilitario que se expresa en forma de hipocresía; casi nadie vive como dice que se debe vivir y muchos de quienes sí lo hacen no son capaces de imaginar otra vida. Incluso los yos más poéticos terminan deseando más y más comida, más y más lecturas, más y más reconocimiento, fama y éxito, más y más… divina soledad. Al final sólo resta interpretarnos convenientemente a nosotros mismos para eludir la realidad contradictoria. La crítica lastimera que expresa este artículo es ilustrativa de hasta dónde puede llegar la complacencia del autopolito o ciudadano-Estado.
Chesterton sostenía que la familia es el lugar de la libertad y del humor cuando lo público está necesariamente reglamentado. El escritor inglés pensaba que Dios se mantiene a salvo en el corazón privado de la sociedad mientras las grandes figuras de la Humanidad hacen refulgir Su Ser urbi et orbi, de cuando en cuando. Confiaba en la epifanía que significan los santos cristianos, en la aristocracia natural. Pero ¿qué ocurre cuando no se trata de la reglamentación de lo público, sino de que lo público sólo es ya la reglamentación? Entonces la única aristocracia es la administrativa, y el individuo gestionado tiende a creer que la libertad se encierra en el Uno, en el Yo, en el Ciudadano Desconocido. El ciudadano desconocido… aquel que no sabe quién dicta las reglas del juego del poder, ni le importa. Es de suponer que tampoco al soldado desconocido le importa ya en qué guerra murió y por qué; se alistará rutinariamente en todas las contiendas por venir y tras la carnicería volverá a llevar su siniestra mismidad a reposar bajo una llamita eterna. Cuando el ciudadano anónimo por decreto y por sublimación digital muere de alienación, grita. Grita de puro ocio y de placer, y parte de ese alarido está en la Internet.
Ahora todos somos escritores, pensadores, autobiografías curriculares, objetos de admiración y sujetos de acceso privado al todo informático, cuenta, usuario, y contraseña. La pretendida noosfera ha devenido intelectorrea y la sociedad hipérgrafa anuncia la vacuidad de sus átomos; anuncios de nuestra empresa, de nuestro talento, de nuestra familia. Microanuncios enviados a un océano de silencio, esputos del yo, eyaculaciones de subcultura retorcida y podrida. Nunca tantos náufragos se habían creído navegantes, o acaso nunca a tantos naufragados les fue dado sentir que seguían navegando. Ilusiones sobre ilusiones, apuntaladas con tecnologías concebidas no como negocios fabulosos plegados a poderes inconcebibles sino como humanitarias herramientas ideadas para que el náufrago, en su isla desierta, pueda escarbar y escarbar entre toneladas de páginas web hasta dar con aquel diamante cultural cuyo valor conoce, pero cuya aplicación no.
El Estado es a la Política lo que la Blogosfera a la convivencia. A más esclavos, más excepcionales nos creemos; a más tele-comunicados más relacionados nos sentimos. Es inútil, las plantas no necesitan política real, ni comunicación. Invernadero y domótica en lugar de plaza pública, intemperie, entrega y lucha. La sofisticación de los instrumentos no es sinónimo de mejor música, pero consuela tanto creer que la tecnología es causa del progreso y que este es la Escalera de Jacob de la Libertad, que muy pocos se atreven a renunciar a la ideología del tren del confort material y la calma chicha espiritual. Piensan que ese tren, tarde o temprano, llegará a todas las puertas. Pero la realidad es que el vivir nos contiene y que el vivir consciente contiene en sí un elemento creativo que escapa a la racionalización y, por tanto, a la tecnificación y la tecnologización. Confiar en la nueva dimensión de lo público que ha generado Internet significa dejar la responsabilidad de ser ciudadano en manos de los dueños de la señal eléctrica y de su avatar digital, más acá de la convivencia y más allá del poder, en tierra de nadie.
Oscar
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