25 diciembre 2012

Un instante



Todo pasa en un instante, en ese momento en el que la vida se va y, como en una película a cámara rápida, pasan nuestras experiencias, nuestros mejores y peores momentos, todo… o eso cuenta gente que ha estado cerca de ese instante. Ese mismo segundo, ese peculiar pedazo de tiempo es el mismo que mi amiga Silvia relata cuando habla de su primer orgasmo, “un latigazo entre el culo y el coño”, a los 42, después de follarse a un guapo rumano albañil en un local de intercambio de parejas de Madrid. 

Me encontraba dando vueltas de la mano de mi compañera —que fue la que tuvo la brillante idea de visitar ese lugar—, como un loco, en ese círculo “vicioso”, observando todo lo que pasaba, de una escena a otra, y otra, cada cual más dispar y a veces sin sentido, y me preguntaba si lo que estaba viendo era real o una alucinación. Era mi primera vez en este tipo de locales, estaba trastornado, como si estuviese borracho de excitación; sexo y más sexo, lujuria, deseo, fantasía, placer, cabreos, rechazos, celos, impaciencia, olores, gritos, frustraciones… y más deseo y más de todo. Mujeres chupando sin parar miembros, hombres haciendo lo mismo al sexo opuesto, penetraciones llenas de lujuria, penetraciones sin deseo, penetraciones múltiples, hombres viendo cómo se follaban locamente a su AMADA, amadas que buscaban caricias en otros hombres o simplemente sentirse deseadas o cuidadas, hombres que buscan allí lo que no se atreven a pedirle a su pareja o lo que, simplemente, se niegan el uno al otro —la intimidad a veces es cruel y sentenciosa—, parejas disfrutando plenamente y otras queriéndose o simplemente queriéndose ir corriendo. 

Poco a poco empecé a fantasear realmente con esa idea, con la idea de buscar ese instante o con el hecho de descubrir que hay otros lugares en los que todos somos iguales y no solo ese momento en el que todo se va y nos pone en el mismo estadio, allí, en este lugar que tanto miedo da a unos y otros evitan, juzgan y destruyen. Ahí no existe clase social, no existe edad ni nada que nos distinga, sino todo lo contrario, nos une y nos junta en el fin, en el deseo, en la atracción inexplicable de la química y, por supuesto, del placer. 


Con esto comenzó y siguió mi singladura entre uno y otro de estos lugares, desde un pequeño antro en Pontevedra en el que una puta colombiana, entrada en carnes y ataviada con ropas de tigresa, cantaba una canción, micro en mano, detrás de la barra, para luego intentar amenizar el local con sus curvas, ofreciéndose a las parejas a modo de peluche. 

Al otro lado del mundo occidental, un gran antro en Brooklyn, Nueva York, en el que, con paredes rojas y almohadillado alrededor, no sé para qué, casi vacío, pantallas gigantes con porno repetitivo e insulso, un judío ortodoxo radical de los de tirabuzones con sombrero calado se escondía en una esquina, mirándonos a mí y a mi acompañante, acercándose sigiloso, para preguntarnos con mucha simpatía si era nuestra primera vez allí, mientras miraba como poseído a la que iba conmigo. 

Las escenas surrealistas que uno encuentra en estos lugares superan la fantasía, cosas que nunca me hubiese imaginado ni en el mas calenturiento de mis sueños. 

Recuerdo escenas que se me escapaban a la cámara. Una vez, mientras observaba para hacer una foto en una de las salas oscuras, donde la gente entra a tocarse intuyendo solo las siluetas, guiándose de una manera muy animal, por el olor y el tacto, donde la gente se toca, se besa e incluso se folla de pie, entró una pareja de unos 40 y muchos, guapos y altos los dos, se colocaron justo a mi lado y se empezaron a besar con pasión. Al cabo de un rato, él sacó unas esposas, giró a su lo que fuese y la esposó a unos barrotes que había en la pared. Una vez esposada, le colocó un antifaz para que no viese ni lo poco que se podía, y así la brindó a los machos que por allí estaban para que, uno tras otro, fueran haciendo con ella lo que se les antojase. 

Recuerdo también a un hombre de unos 50 y muchos, con un antifaz de leopardo, al que paseaban a lo largo del lugar, cadena en mano y collar negro, dos travestis mulatos de figura esbelta y genitales al aire. Al cabo de un rato, se plantaron en uno de los asientos y con un látigo uno de ellos le sacudía, mientras el hombre hacía una felación a uno de los travestis. 

Pero de la misma manera, el deseo se encuentra en una esquina con una pareja de unos 25 y cara de nunca haber roto un plato, tocándose, besándose y haciendo el amor como si estuviesen en su casa. 

Dónde empieza la fantasía en estos lugares es algo muy personal y dispar, desde el simple hecho de observar o que te observen al de intercambiar, prestar o intervenir en una gran orgía. Todas las posibilidades se dan y se entremezclan, desde el respeto a la falta total de pudor, casi todo vale; allí somos los que allí estamos, desde el que está juzgando en silencio hasta el que está disfrutando plenamente y, una vez más, desaparecen las barreras que, puerta afuera, nos vuelven a recordar en qué lado de la sociedad o del mundo consideramos que estamos. 


 
–Yo vengo porque me siento bien, es el único lugar del mundo en el que he encontrado lo que buscaba —decía una rubia de unos 40 años, con cara de azafata morbosa, mientras su novio estaba en el cuarto oscuro con otra y ella acababa de follar con su pareja. 

–Vengo porque me siento sola —comentaba una ecuatoriana guapa y sexy, de 28, en la barra, tomándose un Martini y flirteando conmigo. 

–No me siento deseada por mi pareja —decía una rumana teñida, de unos treinta y tantos, a una amiga en la barra de un local de Madrid. 

 –Siempre fue mi fantasía, y la realidad la superó —me comentó, una tarde, un catalán medio pijo con una novia rusa cuando le dije que había ido a un lugar de intercambio y confesó que él también. 

–Aquí he tenido mi primer orgasmo —me decía, hace poco, mi amiga de 43, madrileña y guapa, a la que siempre le gustó divertirse, cuando me la encontré allí sola. 

–Vengo para acompañar a mi novio, a él le gusta —decía una barcelonesa morena, madre de dos niños, que olía a tabaco y con la que tuve una historia muy corta. 

–Me gusta que otros hombres se follen a mi mujer y mirarla cómo disfruta —reconocía un niño bien madrileño con pintilla de aventurero, después de preguntarme si me gustaba su novia. 

–Para salir de la monotonía del matrimonio —comentaba una pareja guapa madura a otra después de haber hecho de todo en un reservado del local. 

–Me gusta mirar —yo—. A mí siempre me gustó mirar, por eso creo que soy fotógrafo. 

Unos los consideran antros, otros templos y yo creo que son, ni más ni menos, lo que cada uno quiere que sean. Como la vida misma. Sería fácil entrar a juzgar e incluso desvalorar y satirizar, pero ¿por qué no somos los humanos un poco más coherentes con nuestra esencia de personaje venido a menos? Hieronymus Bosch (El Bosco), en El jardín de las delicias, ya hace 500 años, representaba lo que él veía de su sociedad, a modo de observador, autorretratándose debajo de una bandeja en la que paseaban personajes satíricos desnudos mientras observaba, con una expresión de entre sorpresa y sarcasmo, la locura de la lujuria entre el cielo y el infierno. 

Al final de toda esa película, de esa sucesión de imágenes en cámara rápida, desde que nos caímos del árbol a la que nos subimos a la cama de la vida, en ese momento, ese instante del que, más de una vez he visto el reflejo en ojos ajenos, me ha venido una sensación de vértigo, de excitación, de algo que no controlas, y justo ahí, como en una décima de segundo, en ese lugar, no queda nada, silencio y nada más; quizá miedo, quizá paz, quizá nada. 

Un latigazo… quizá. 


 from Jot Down

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