Si existió alguna vez un movimiento político que respondiese a las necesidades de una situación objetiva, en vez de ser la consecuencia de causas fortuitas, ese fue el fascismo. Al mismo tiempo, el carácter destructor de la solución fascista era evidente. El fascismo proponía un modo de escapar a una situación institucional sin salida que, esencialmente, era la misma en un gran número de países, por lo que intentar aplicar este remedio equivalía a extender por todas partes una enfermedad mortal. Así perecen las civilizaciones (libro cliqueando foto).
Se puede describir la solución fascista como el impasse en el que se había sumido el capitalismo liberal para llevar a cabo una reforma de la economía de mercado, realizada al precio de la extirpación de todas las instituciones democráticas tanto en el terreno de las relaciones industriales como en el político.
El sistema económico, que amenazaba con romperse, debía asi recuperar fuerzas, mientras que las poblaciones quedarían sometidas a una reeducación destinada a desnaturalizar el individuo y a convertirlo en un ser incapaz de funcionar como un miembro responsable del cuerpo político. Esta reeducación, que incluía dogmas propios de una religión política y que rechazaba la idea de fraternidad humana en cualquiera de sus manifestaciones, se llevó a cabo mediante un acto de conversión de masas impuesto a los recalcitrantes mediante métodos científicos de tortura.
La aparición de un movimiento de este género en los países industriales del globo, e incluso en un determinado número de países poco industrializados, nunca debió de ser atribuida a causas locales, a mentalidades nacionales o a historias locales, como pensaron con contumacia los contemporáneos.
El fascismo tenía tan poco que ver con la Gran Guerra como con el Tratado de Versalles, con el militarismo junker o con el temperamento italiano. El movimiento hizo su aparición en países victoriosos como Yugoslavia, en países de temperamento nórdico como Finlandia y Noruega y en países de temperamento meridional como Italia y España. En países de raza aria como Inglaterra, Irlanda y Bélgica, o de raza no aria como Japón, Hungría y Palestina, en países de tradición católica como Portugal y en países protestantes como Holanda, en comunidades de estilo militar como Prusia y de estilo civil como Austria, en viejas culturas como Francia y en culturas nuevas como los Estados Unidos y los países de América Latina. A decir verdad, no existió ningún trozo de tierra -de tradición religiosa, cultural o nacional- que proporcionase a un país un carácter invulnerable frente al fascismo, una vez reunidas las condiciones que hicieron posible su aparición.
Se puede describir la solución fascista como el impasse en el que se había sumido el capitalismo liberal para llevar a cabo una reforma de la economía de mercado, realizada al precio de la extirpación de todas las instituciones democráticas tanto en el terreno de las relaciones industriales como en el político.
El sistema económico, que amenazaba con romperse, debía asi recuperar fuerzas, mientras que las poblaciones quedarían sometidas a una reeducación destinada a desnaturalizar el individuo y a convertirlo en un ser incapaz de funcionar como un miembro responsable del cuerpo político. Esta reeducación, que incluía dogmas propios de una religión política y que rechazaba la idea de fraternidad humana en cualquiera de sus manifestaciones, se llevó a cabo mediante un acto de conversión de masas impuesto a los recalcitrantes mediante métodos científicos de tortura.
La aparición de un movimiento de este género en los países industriales del globo, e incluso en un determinado número de países poco industrializados, nunca debió de ser atribuida a causas locales, a mentalidades nacionales o a historias locales, como pensaron con contumacia los contemporáneos.
El fascismo tenía tan poco que ver con la Gran Guerra como con el Tratado de Versalles, con el militarismo junker o con el temperamento italiano. El movimiento hizo su aparición en países victoriosos como Yugoslavia, en países de temperamento nórdico como Finlandia y Noruega y en países de temperamento meridional como Italia y España. En países de raza aria como Inglaterra, Irlanda y Bélgica, o de raza no aria como Japón, Hungría y Palestina, en países de tradición católica como Portugal y en países protestantes como Holanda, en comunidades de estilo militar como Prusia y de estilo civil como Austria, en viejas culturas como Francia y en culturas nuevas como los Estados Unidos y los países de América Latina. A decir verdad, no existió ningún trozo de tierra -de tradición religiosa, cultural o nacional- que proporcionase a un país un carácter invulnerable frente al fascismo, una vez reunidas las condiciones que hicieron posible su aparición.
Resulta relevante observar la escasa relación existente entre su fuerza material y numérica y su eficacia política. El propio término de «movimiento» es engañoso, puesto que implica una determinada forma de encuadramiento o de participación personal en masa. Si existiese un rasgo característico del fascismo sería que no dependía de ese tipo de manifestaciones populares. Pese a que, por lo general, el fascismo tuvo por objetivo ser seguido por las masas, su fuerza potencial no se manifiesta tanto por el número de sus seguidores cuanto por la influencia de personas de alto rango, de quienes los dirigentes fascistas se granjearon el apoyo: podían contar con su influencia sobre la comunidad para protegerlos contra las consecuencias de un posible golpe frustrado, con lo cual se neutralizaban los riesgos de una revolución.
Cuando un país se acercaba a una fase fascista, presentaba una serie de síntomas, entre los que no figuraba necesariamente un movimiento propiamente fascista. Citemos algunos otros signos tan importantes como este: la difusión de filosofías irracionalistas, opiniones heterodoxas sobre la moneda, críticas al sistema de partidos e infamias dirigidas contra el «régimen», cualquiera que fuera su forma democrática. Algunos de sus múltiples y diversos precursores fueron la denominada filosofía universalista de Othmar Spann en Austria, la poesía de Stephan George y el romanticismo cosmogónico de Ludwig Klages en Alemania, el vitalismo erótico de D. H. Lawrence en Inglaterra y el culto del mito político de Georges Sorel en Francia.
Hitler fue conducido, por último, al poder por la camarilla feudal que rodeaba al presidente Hindenburg, al igual que Mussolini y Primo de Rivera, quienes consiguieron su ascensión gracias a sus soberanos respectivos. Hitler podía, sin embargo, apoyarse en un amplio movimiento; Mussolini en uno pequeño, mientras que Primo de Rivera no contaba con un movimiento de apoyo. No se produjo en ningún caso una verdadera revolución contra la autoridad constituida; la táctica fascista consistía invariablemente en un simulacro de rebelión, organizado con un acuerdo tácito de las autoridades, que pretendían haberse visto desbordadas por la fuerza. Estas son las grandes líneas de un marco complejo, en el que había que conferir un puesto a personajes tan variados como el demagogo católico francotirador de Detroit, ciudad industrial, el «Kingfish» de la retrasada Luisiana, los conspiradores del ejército japonés y los saboteadores ucranianos antisoviéticos.
El fascismo era una posibilidad política siempre dispuesta, una reacción sentimental casi inmediata en todas las comunidades industriales después de los años treinta. Al fascismo se lo puede considerar como un impulso, una maniobra, más que un «movimiento»,para indicar la naturaleza impersonal de la crisis cuyos síntomas eran con frecuencia vagos y ambiguos. Muchas veces no se sabía realmente si un discurso político, una obra de teatro, un sermón, un desfile, una metafísica, una corriente artística, un poema o el programa de un partido eran fascistas o no. No existía un criterio general para definir el fascismo, ni tampoco para dilucidar si éste poseía una doctrina en el sentido habitual del término. Todas sus formas organizadas presentaban, sin embargo, rasgos significativos: la brusquedad con que aparecían y desaparecían, para estallar con violencia tras un periodo indefinido de latencia. Todo esto se adecúa a la imagen de una fuerza social cuyas fases de crecimiento y de declive corresponden a una situación objetiva.
Lo que nosotros hemos denominado, para ser breves, «una situación fascista» no era más que la oportunidad típica de victorias fascistas fáciles y totales. De repente, las formidables organizaciones sindicales y políticas de los trabajadores y de otros partidarios declarados de la libertad constitucional se dispersaban y grupos fascistas minúsculos barrían lo que hasta entonces parecía constituir la fuerza irresistible de los gobiernos, de los partidos y de los sindicatos democráticos. Si una «situación revolucionaria» se caracteriza por la desintegración psicológica y moral de todas las fuerzas de la resistencia, hasta el punto de que un puñado de rebeldes mal armados son capaces de tomar por la fuerza las ciudadelas dominadas por la reacción, entonces la «situación fascista» es muy semejante, salvo que, en este caso, son los bastiones de la democracia y de las libertades constitucionales quienes son derrotados; resulta llamativo el carácter insuficiente de sus defensas.
En Prusia, en julio de 1932 el gobierno legal socialdemócrata, escudado en el poder legítimo, capituló ante la simple amenaza de violencia institucional proferida por Herr von Papen. Cerca de seis meses más tarde, Hitler tomó posesión pacíficamente de las posiciones más elevadas del poder, desde las que pronto lanzó un ataque revolucionario de destrucción total contra las instituciones de la república de Weimar y los partidos constitucionales. Pensar que es la potencia del movimiento la que creó situaciones como ésta, es no darse cuenta de que, en este caso, fue la situación la que dio origen al movimiento, y, por tanto, equivale a no extraer la lección principal de los acontecimientos ocurridos en los últimos decenios.
El fascismo, como el socialismo, estaba enraizado en una sociedad de mercado que se negaba a funcionar. Abarcaba, pues, todo el planeta, su alcance era de escala mundial, universal en sus efectos; sus consecuencias trascendían la esfera económica y engendraron una especie de gran transformación de carácter claramente social. El fascismo irradió a casi todos los ámbitos de la actividad humana, políticos o económicos, culturales o filosóficos, artísticos o religiosos. Y, hasta un cierto punto, se fundió con tendencias propias del lugar y de la esfera de actividad.
Resulta imposible comprender la historia de este periodo si no se diferencia el impulso fascista subyacente, de las tendencias efímeras con las que su acción se fusionó en los diferentes países. En la Europa de los años veinte, dos de estas tendencias figuraban de manera predominante y recubrían la configuración menos clara, pero mucho más amplia, del fascismo: la contrarrevolución y el revisionismo nacionalista. Estas tendencias se apoyaban de forma inmediata en los tratados y las revoluciones de la postguerra; estaban estrictamente determinadas y, se limitaban a sus objetos específicos, pero se podían confundir fácilmente con el fascismo.
Las contrarrevoluciones formaban el habitual retorno del péndulo político hacia un estado de cosas que había sido violentamente trastocado. Estos desplazamientos habían sido característicos en Europa a partir de la Commonwealth of England (1649-1660) por lo menos, y no tenían más que relaciones limitadas con los procesos sociales de la época.
En los años veinte, se desarrollaron numerosas situaciones de este tipo, ya que las sublevaciones que derrocaron a más de una docena de tronos en Europa central y oriental no se producían tanto en apoyo a la democracia cuanto, en buena medida, para resarcirse de la derrota. Hacer la contrarrevolución era una tarea principalmente política, que retornó de forma espontánea a las clases y a los grupos desposeídos, tales como las dinastías, las aristocracias, las iglesias, los grandes industriales y los partidos a los que estos grupos sociales estaban afiliados. Durante este periodo, las alianzas y los choques entre conservadores y fascistas afectaron sobre todo al papel que correspondía jugar a los fascistas en la empresa contrarrevolucionaria. Ahora bien, el fascismo era una tendencia revolucionaria dirigida, tanto contra el conservadurismo, como contra las fuerzas revolucionarias del socialismo en concurrencia con él. Esto no impidió a los fascistas buscar el poder en el campo político, ofreciendo sus servicios a la contrarrevolución; y si intentaron conseguir el poder fue porque el conservadurismo era incapaz, según ellos, de cumplir esta tarea que era indispensable realizar si se quería cortar el camino al socialismo.
Los conservadores, naturalmente, intentaron monopolizar las glorias de la contrarrevolución o, en algunos casos como en Alemania, la realizaron ellos solos. Privaron a los partidos de la clase obrera de toda influencia y de todo poder sin hacer concesiones a los nazis. En Austria, de un modo semejante, los socialistas cristianos (partido conservador) desarmaron en gran medida a los trabajadores (1927), sin hacer la menor concesión a la «revolución de derechas». Incluso en aquellos países en donde la participación fascista en la contrarrevolución era inevitable, se instalaron gobiernos «fuertes» que mantuvieron al margen al fascismo. Esto es lo que sucedió en Estonia en 1929, en Finlandia en 1932 y en Letonia en 1934. Regímenes pseudoliberales quebraron momentáneamente el poder del fascismo en 1922 en Hungría y en 1926 en Bulgaria. Solamente en Italia los conservadores fueron incapaces de restablecer la disciplina del trabajo en la industria sin proporcionar a los fascistas la posibilidad de tomar el poder. En los países vencidos por las armas, y también en la Italia derrotada «psicológicamente», el problema nacional ocupaba un primer plano. Existía ahí un problema innegable que había que resolver. El desarme permanente de los países vencidos constituía una herida constantemente abierta y más dolorosa que cualquier otra; en un mundo en el que la única organización existente de derecho internacional, de orden internacional y de paz internacional se fundaba en el equilibrio entre las potencias, un determinado número de países se habían visto reducidos a la impotencia sin saber muy bien qué tipo de sistema de equilibrio reemplazaría al que imperó hasta la Gran Guerra. La Sociedad de Naciones representaba, en el mejor de lo casos, una prolongación de dicho sistema; en realidad, ni siquiera estaba a la altura del antiguo Concierto europeo, puesto que, a partir de entonces, las condiciones previas para una difusión general del poder no existían.
El naciente movimiento fascista se puso al servicio, casi en todas partes, de la cuestión nacional; si no hubiese «captado» esta función, no habría podido sobrevivir. El fascismo utilizó, sin embargo, este función como un trampolín y, en ocasiones jugó la baza pacifista y aislacionista. En Inglaterra y en los Estados Unidos, estaba ligado al appeasement de los partidarios de la política de concesiones; en Austria, la Heimwhr cooperaba con diversos pacifistas católicos, y el fascismo católico era, por principio, anti-nacionalista.
Huey Long -gobernador de la Luisiana en 1928, donde ejerció un poder político dictatorial y fue senador en 1930 abiertamente opuesto Roosevelt- no necesitó conflictos fronterizos con el Mississippi o Texas para lanzar su movimiento fascista.
Movimientos similares en Holanda y en Noruega no eran, sin embargo, nacionalistas, sino más bien traidores a la nación: Quisling -fundador del partido fascista noruego y miembro del gobierno de ocupación tras la invasión alemana- fue posiblemente un buen fascista, pero con toda seguridad no fue un buen patriota. En su lucha para conquistar el poder, el fascismo se sentía completamente libre para despreciar o utilizar a su antojo cuestiones locales. Su objetivo trascendía el marco político y económico: era de carácter social. Se puede decir que este movimiento es una religión política al servicio de un proceso de degeneración. En su periodo ascendente, se sirvió de todas las teclas emocionales, pero, una vez victorioso, únicamente dejó subir al carro de la victoria a un pequeño número de motivaciones; móviles, por otra parte, muy peculiares. Si no distinguimos con claridad entre la pseudo-intolerancia manifestada en la época de lucha por el poder y su verdadera intolerancia una vez alcanzado éste, no podremos comprender la diferencia sutil, pero decisiva, que existe entre el simulacro nacionalista de algunos movimientos fascistas durante la revolución y el no-nacionalismo, específicamente imperialista, al que se adhirieron tras la revolución.
Mientras que los conservadores consiguieron por regla general conducir solos la revolución, los fascistas pocas veces fueron capaces de solventar el problema nacional-internacional. Brüning sostuvo en 1940 que él había solucionado la cuestión de las reparaciones y del desarme de Alemania antes de que la «camarilla que rodeaba a Hindenburg» decidiese derrocarlo y entregar el poder a los nazis; lo que había ocurrido es que éstos no querían que él les arrebatase la gloria . Que las cosas hayan sucedido así o de otro modo, tiene poca importancia, ya que la cuestión de la igualdad de estatuto de Alemania no se limitaba en absoluto al desarme técnico, como Brüning daba a entender, sino que implicaba la cuestión también vital de la desmilitarización; además, no había más remedio que tener en cuenta la fuerza que la diplomacia alemana extraía de la existencia de masas nazis entregadas a una línea política radicalmente nacionalista.
Los acontecimientos probaron de modo concluyente que Alemania no habría podido obtener la igualdad de estatuto sin que se produjese una ruptura revolucionaria: desde este ángulo, se ve con toda claridad la terrible responsabilidad del nazismo, que ha enfangado a una Alemania de libertad y de igualdad en una carrera de crímenes. Tanto en Alemania como en Italia, el fascismo pudo apropiarse del poder gracias a que utilizó como palanca para su propio lanzamiento las cuestiones nacionales no resueltas, mientras que en Francia y en Gran Bretaña se vio debilitado de forma decisiva por su antipatriotismo.
En los pequeños países dependientes, el espíritu de subordinación a una potencia extranjera se reveló como una baza para el fascismo. Como podemos observar, el fascismo europeo de los años veinte se ligó exclusivamente de un modo accidental a tendencias nacionalistas y contrarrevolucionarias. Se produjo asi una simbiosis entre movimientos que en su origen eran independientes, que se reforzaron unos a otros dando la impresión de que existían entre ellos profundas semejanzas, cuando en realidad eran muy distintos.
De hecho, el papel jugado por el fascismo ha estado determinado por un único factor: el estado del sistema de mercado.
Durante el periodo transcurrido entre 1917-23, los gobiernos solicitaron ocasionalmente a los fascistas que los ayudasen a restablecer la ley y el orden: esto bastaría para hacer funcionar el sistema de mercado. En este periodo el fascismo continuó siendo embrionario.
Durante el periodo comprendido entre 1924-29, el restablecimiento del sistema del mercado parecía asegurado, y, durante este tiempo, el fascismo se desdibujó completamente en tanto que fuerza política.
A partir de 1930, la economía de mercado entró en crisis, y además en una crisis generalizada. En pocos años, el fascismo se convirtió en una potencia mundial.
En el primer periodo, que abarca de 1917 a 1923 el fascismo no hizo más que recibir su certificado de nacimiento: fue entonces cuando se creó esta denominación. En algunos países europeos, como Finlandia, Lituania, Estonia, Letonia, Polonia, Rumania, Bulgaria, Grecia y Hungría, se habían producido revoluciones agrarias o socialistas, mientras que en otros países, entre los que figuraban Italia, Alemania y Austria, la clase obrera industrial había adquirido un importante peso político.
A fin de cuentas, las contra-revoluciones restablecieron el equilibrio interior de fuerzas. En la mayor parte de los países, el campesinado se opuso a los obreros de las ciudades; en otros, se inició un movimiento fascista en el que participaron como fundadores oficiales representantes del ejército y la gentry, que sirvieron de ejemplo al campesinado; en otros, como en Italia, los parados y la pequeña burguesía se constituyeron en tropas fascistas. En todas partes se hablaba de lo mismo, el mantenimiento del orden, pero no se planteaba una reforma radical; dicho de otro modo, no existía ninguna señal de una posible revolución fascista. Estos movimientos eran fascistas en su aspecto formal, es decir, en la medida en que bandas civiles, formadas por elementos considerados irresponsables, hacían uso de la violencia con la complicidad de las autoridades.
La filosofía antidemocrática del fascismo había nacido ya, pero no constituía todavía un factor político. Trotski realizó un voluminoso informe sobre la situación italiana en vísperas del Segundo Congreso del Komintern en 1920, pero ni siquiera llega a mencionar el fascismo, pese a que los fasci existían desde hacía algún tiempo. Fue preciso que trascurriesen al menos diez años todavía para que el fascismo italiano, instalado desde hacía tiempo en el gobierno del país, concibiese una especie de sistema social particular y propio.
En Europa y en los Estados Unidos, los años veinticuatro y siguientes conocieron la irrupción de una prosperidad que, como una ola tumultuosa, arrastraba todas las preocupaciones planteadas acerca de la salud del sistema de mercado. Se impuso así un capitalismo restablecido. El bolchevismo y el fascismo habían sido destruidos, salvo en regiones periféricas. El Komintern declaró que la consolidación del capitalismo era una realidad. Mussolini hizo un elogio del capitalismo liberal; todos los países importantes estaban en plena expansión, salvo Gran Bretaña. Los Estados Unidos gozaban de una prosperidad de leyenda y el Continente casi lo conseguía también. El golpe de Hitler había sido neutralizado; Francia había evacuado el Ruhr; el marco alemán se había rehecho como por un milagro; el plan Dawes había separado la política de las reparaciones consiguientes a la Gran Guerra; Locarno estaba en perspectiva, y Alemania iniciaba sus siete años de vacas gordas. Antes de finalizar el año 1926, el patrón-oro reinaba de nuevo desde Moscú hasta Lisboa.
Fue en el tercer periodo, tras 1929, cuando la verdadera significación del fascismo se hizo visible. Era evidente que el sistema de mercado se encontraba en un callejón sin salida: hasta entonces el fascismo no había sido prácticamente nada más que un rasgo característico del gobierno autoritario de Italia que, si exceptuamos esto no difería demasiado de los gobiernos de tipo más tradicional. A partir de ahora, surgía, sin embargo, como una solución de recambio al problema de una sociedad industrial. Alemania pasó a dirigir una revolución de envergadura europea y el alineamiento fascista proporcionó a su lucha por el poder una dinámica que pronto abrazó los cinco continentes. La historia se vio así atrapada en el engranaje del cambio social.
Un suceso casual, pero que no era del todo accidental, inició la destrucción del sistema internacional. Un derrumbamiento de los cambios en Wall Street adquirió enormes proporciones y determinó la decisión de Gran Bretaña de abandonar el oro, y dos años más tarde Estados Unidos siguió el mismo camino. Paralelamente la Conferencia sobre el desarme dejó de reunirse y Alemania abandonó la Sociedad de Naciones en 1934. Estos hechos simbólicos inauguraron una época de cambios espectaculares en la organización del mundo. Tres potencias, Japón, Alemania e Italia, se rebelaron contra el statu quo y sabotearon las instituciones de paz que estaban a punto de desplomarse. Al mismo tiempo, la organización efectiva de la economía mundial se negaba a funcionar. El patrón-oro quedó fuera de servicio, al menos provisionalmente, por obra de sus creadores anglosajones; las deudas extranjeras fueron rechazadas por considerar que transgredían las leyes; los mercados de capitales y el comercio mundial disminuyeron. El sistema político y el sistema económico del planeta se desintegraban al mismo tiempo.
El cambio no era menos radical en el interior de los propios países. Los sistemas de bipartidismo eran sustituidos por gobiernos de partido único y, algunas veces, por gobiernos nacionales. Las similitudes exteriores entre las dictaduras y los países que conservaban una opinión pública democrática servían, sin embargo, pura y simplemente para poner de relieve la suprema importancia de instituciones libres de discusión y de decisión. Rusia adoptó la forma de un socialismo dictatorial. El capitalismo liberal desapareció en los países que se preparaban para la guerra, como Alemania, Japón e Italia y también, aunque en menor medida, en Estados Unidos y Gran Bretaña.
Existía, pues, una semejanza entre los regímenes nacientes, el fascismo, el socialismo y el New Deal. Pero, de hecho, su fundamento común consistía únicamente en el abandono de los principios del laissez-faire. La historia se había visto orientada y encaminada por un suceso que era exterior a todas las naciones, y cada una de ellas reaccionó frente a este desafío de acuerdo con su posición. Algunas naciones se oponían al cambio; otras necesitaron tiempo para hacerle frente; y algunas continuaron indiferentes. Además, buscaban soluciones en distintas direcciones. Desde el punto de vista de la economía de mercado, sin embargo, estas soluciones, con frecuencia radicalmente distintas, representaban simplemente variantes.
Entre las naciones que estaban decididas a servirse del cambio general para sus propios intereses, existía un grupo de potencias descontentas, para quienes la desaparición del sistema de equilibrio entre las potencias, incluso bajo la forma debilitada de la Sociedad de Naciones, parecía ofrecerles una oportunidad única.
Alemania estaba entonces impaciente por apresurar la caída de la economía mundial tradicional, gracias a la cual se mantenía en pie el orden internacional, y aceleró su derrumbe para sacar ventaja a sus oponentes. Se desprendió deliberadamente del sistema internacional del capitalismo, de la mercancía y de la moneda, de tal forma que el mundo exterior ejerciese una influencia menor sobre ella cuando decidiese que le resultaba más fácil incumplir sus obligaciones políticas. Propició la autarquía económica para asegurarse así la libertad necesaria para realizar sus planes de enorme envergadura. Derrochó sus reservas de oro, destruyó su crédito exterior mediante el gratuito incumplimiento de sus obligaciones, e incluso, en un determinado momento, redujo a cero su balanza de comercio exterior, pese a que le era favorable. No se preocupó prácticamente de ocultar sus verdaderas intenciones,ya que, ni Wall Street ni la City de Londes, ni Ginebra, se imaginaban que los nazis contaban en realidad con la disolución final de la economía del siglo XIX.
Sir John Simón y Montagu Norman creían firmemente que, en último término Schacht restablecería una economía ortodoxa: según ellos, Alemania actuaba así en defensa propia y retornaría al redil cuando se viese financieramente apoyada. Este tipo de ilusión persistió en Downing Street hasta la época de Munich e, incluso, hasta más tarde. Mientras que su capacidad para adaptarse a la disolución del sistema tradicional favorecía enormemente a Alemania y a sus planes de complot, Gran Bretaña se encontraba en gran desventaja, dado que continuaba intentando adaptarse al oro; su economía y sus finanzas continuaron estando basadas sobre los principios de la estabilidad de los cambios y de una moneda saneada; de ahí las limitaciones a las que tuvo que someterse para su rearme. La autarquía alemana era una consecuencia de consideraciones militares y políticas que provenían de su plan de salir al encuentro de una transformación general, mientras que la estrategia y la política extranjera de Gran Bretaña se veían frenadas por sus concepciones financieras conservadoras. La estrategia de la guerra limitada reflejaba la opinión de un mercado insular: éste se consideraba seguro mientras su marina fuese lo suficientemente poderosa para asegurarle el aprovisionamiento que su moneda saneada podía comprar en los Siete Mares.
Hitler estaba ya en el poder cuando, en 1933, el radical Duff Cooper abogaba por la reducción del presupuesto del ejército de 1932: esta reducción se había efectuado para «hacer frente a la bancarrota nacional, que era entonces considerada un peligro todavía mayor que tener fuerzas militares ineficaces.
Pasados más de tres años, Lord Halifax sostenía que la paz podía obtenerse mediante retoques económicos y que no se debía alterar el comercio, ya que cualquier ingerencia haría todavía más difíciles esos arreglos. Halifax y Chamberlain, cuando definían la política británica el mismo año de Munich, hablaban todavía de sus «balas de fusil fabricadas con plata» y de los préstamos americanos tradicionales a Alemania. De hecho, incluso después de que Hitler hubiese pasado el Rubicón y ocupado Praga, Lord Simón aprobaba en la Cámara de los Comunes la posición adoptada por Montagu Norman en la transferencia a Hitler de la reserva de oro checoslovaca. Simón estaba convencido de que la integridad del patrón-oro, a cuyo restablecimiento consagraba toda su ciencia política, era lo más importante. Entonces se creyó que la acción de Simón era el resultado de una política decidida de conciliación. En realidad, era un homenaje al espíritu del patrón-oro, que continuaba gobernando las perspectivas de los hombres importantes de la City de Londres en cuestiones estratégicas y políticas.
La misma semana en que estalló la guerra, el Foreing Office, formuló, en respuesta a una comunicación verbal de Hitler a Chamberlain, la política de Gran Bretaña en la línea de los préstamos tradicionales de los americanos a Gran Bretaña. La falta de preparación militar de Gran Bretaña se debía, sobre todo, a que se adhería a una economía liberal del patrón-oro. Alemania obtuvo con esto inmediatamente una serie de ventajas, al igual que el que decapita a quien está condenado a muerte. Su ventaja duró mientras la destrucción del sistema ya agotado del siglo XIX le permitió permanecer en cabeza.
La destrucción del capitalismo liberal, del patrón-oro y de las soberanías absolutas fueron el resultado fortuito de sus incursiones de pillaje. Adaptándose al aislamiento que ella misma había provocado y, más tarde, con sus expediciones de venta de esclavos, puso en marcha soluciones experimentales para ciertos problemas de la transformación.
Su mayor triunfo político fue, sin embargo, el de ser capaz de obligar a los países del mundo a alinearse contra el bolchevismo. Alemania extrajo los principales beneficios de la gran transformación, convirtiéndose en cabecilla de esta solución del problema de la economía de mercado, que, durante largo tiempo, parecía asegurar la adhesión incondicional de las clases propietarias y, conviene recordarlo, no únicamente de ellas. Si se acepta la hipótesis liberal y marxista de la primacía de los intereses económicos de clase, Hitler debía ganar; pero, a la larga, se iba a comprobar que la unidad social era más determinante que la unidad económica, y la nación más que la clase social.
Cuando un país se acercaba a una fase fascista, presentaba una serie de síntomas, entre los que no figuraba necesariamente un movimiento propiamente fascista. Citemos algunos otros signos tan importantes como este: la difusión de filosofías irracionalistas, opiniones heterodoxas sobre la moneda, críticas al sistema de partidos e infamias dirigidas contra el «régimen», cualquiera que fuera su forma democrática. Algunos de sus múltiples y diversos precursores fueron la denominada filosofía universalista de Othmar Spann en Austria, la poesía de Stephan George y el romanticismo cosmogónico de Ludwig Klages en Alemania, el vitalismo erótico de D. H. Lawrence en Inglaterra y el culto del mito político de Georges Sorel en Francia.
Hitler fue conducido, por último, al poder por la camarilla feudal que rodeaba al presidente Hindenburg, al igual que Mussolini y Primo de Rivera, quienes consiguieron su ascensión gracias a sus soberanos respectivos. Hitler podía, sin embargo, apoyarse en un amplio movimiento; Mussolini en uno pequeño, mientras que Primo de Rivera no contaba con un movimiento de apoyo. No se produjo en ningún caso una verdadera revolución contra la autoridad constituida; la táctica fascista consistía invariablemente en un simulacro de rebelión, organizado con un acuerdo tácito de las autoridades, que pretendían haberse visto desbordadas por la fuerza. Estas son las grandes líneas de un marco complejo, en el que había que conferir un puesto a personajes tan variados como el demagogo católico francotirador de Detroit, ciudad industrial, el «Kingfish» de la retrasada Luisiana, los conspiradores del ejército japonés y los saboteadores ucranianos antisoviéticos.
El fascismo era una posibilidad política siempre dispuesta, una reacción sentimental casi inmediata en todas las comunidades industriales después de los años treinta. Al fascismo se lo puede considerar como un impulso, una maniobra, más que un «movimiento»,para indicar la naturaleza impersonal de la crisis cuyos síntomas eran con frecuencia vagos y ambiguos. Muchas veces no se sabía realmente si un discurso político, una obra de teatro, un sermón, un desfile, una metafísica, una corriente artística, un poema o el programa de un partido eran fascistas o no. No existía un criterio general para definir el fascismo, ni tampoco para dilucidar si éste poseía una doctrina en el sentido habitual del término. Todas sus formas organizadas presentaban, sin embargo, rasgos significativos: la brusquedad con que aparecían y desaparecían, para estallar con violencia tras un periodo indefinido de latencia. Todo esto se adecúa a la imagen de una fuerza social cuyas fases de crecimiento y de declive corresponden a una situación objetiva.
Lo que nosotros hemos denominado, para ser breves, «una situación fascista» no era más que la oportunidad típica de victorias fascistas fáciles y totales. De repente, las formidables organizaciones sindicales y políticas de los trabajadores y de otros partidarios declarados de la libertad constitucional se dispersaban y grupos fascistas minúsculos barrían lo que hasta entonces parecía constituir la fuerza irresistible de los gobiernos, de los partidos y de los sindicatos democráticos. Si una «situación revolucionaria» se caracteriza por la desintegración psicológica y moral de todas las fuerzas de la resistencia, hasta el punto de que un puñado de rebeldes mal armados son capaces de tomar por la fuerza las ciudadelas dominadas por la reacción, entonces la «situación fascista» es muy semejante, salvo que, en este caso, son los bastiones de la democracia y de las libertades constitucionales quienes son derrotados; resulta llamativo el carácter insuficiente de sus defensas.
En Prusia, en julio de 1932 el gobierno legal socialdemócrata, escudado en el poder legítimo, capituló ante la simple amenaza de violencia institucional proferida por Herr von Papen. Cerca de seis meses más tarde, Hitler tomó posesión pacíficamente de las posiciones más elevadas del poder, desde las que pronto lanzó un ataque revolucionario de destrucción total contra las instituciones de la república de Weimar y los partidos constitucionales. Pensar que es la potencia del movimiento la que creó situaciones como ésta, es no darse cuenta de que, en este caso, fue la situación la que dio origen al movimiento, y, por tanto, equivale a no extraer la lección principal de los acontecimientos ocurridos en los últimos decenios.
El fascismo, como el socialismo, estaba enraizado en una sociedad de mercado que se negaba a funcionar. Abarcaba, pues, todo el planeta, su alcance era de escala mundial, universal en sus efectos; sus consecuencias trascendían la esfera económica y engendraron una especie de gran transformación de carácter claramente social. El fascismo irradió a casi todos los ámbitos de la actividad humana, políticos o económicos, culturales o filosóficos, artísticos o religiosos. Y, hasta un cierto punto, se fundió con tendencias propias del lugar y de la esfera de actividad.
Resulta imposible comprender la historia de este periodo si no se diferencia el impulso fascista subyacente, de las tendencias efímeras con las que su acción se fusionó en los diferentes países. En la Europa de los años veinte, dos de estas tendencias figuraban de manera predominante y recubrían la configuración menos clara, pero mucho más amplia, del fascismo: la contrarrevolución y el revisionismo nacionalista. Estas tendencias se apoyaban de forma inmediata en los tratados y las revoluciones de la postguerra; estaban estrictamente determinadas y, se limitaban a sus objetos específicos, pero se podían confundir fácilmente con el fascismo.
Las contrarrevoluciones formaban el habitual retorno del péndulo político hacia un estado de cosas que había sido violentamente trastocado. Estos desplazamientos habían sido característicos en Europa a partir de la Commonwealth of England (1649-1660) por lo menos, y no tenían más que relaciones limitadas con los procesos sociales de la época.
En los años veinte, se desarrollaron numerosas situaciones de este tipo, ya que las sublevaciones que derrocaron a más de una docena de tronos en Europa central y oriental no se producían tanto en apoyo a la democracia cuanto, en buena medida, para resarcirse de la derrota. Hacer la contrarrevolución era una tarea principalmente política, que retornó de forma espontánea a las clases y a los grupos desposeídos, tales como las dinastías, las aristocracias, las iglesias, los grandes industriales y los partidos a los que estos grupos sociales estaban afiliados. Durante este periodo, las alianzas y los choques entre conservadores y fascistas afectaron sobre todo al papel que correspondía jugar a los fascistas en la empresa contrarrevolucionaria. Ahora bien, el fascismo era una tendencia revolucionaria dirigida, tanto contra el conservadurismo, como contra las fuerzas revolucionarias del socialismo en concurrencia con él. Esto no impidió a los fascistas buscar el poder en el campo político, ofreciendo sus servicios a la contrarrevolución; y si intentaron conseguir el poder fue porque el conservadurismo era incapaz, según ellos, de cumplir esta tarea que era indispensable realizar si se quería cortar el camino al socialismo.
Los conservadores, naturalmente, intentaron monopolizar las glorias de la contrarrevolución o, en algunos casos como en Alemania, la realizaron ellos solos. Privaron a los partidos de la clase obrera de toda influencia y de todo poder sin hacer concesiones a los nazis. En Austria, de un modo semejante, los socialistas cristianos (partido conservador) desarmaron en gran medida a los trabajadores (1927), sin hacer la menor concesión a la «revolución de derechas». Incluso en aquellos países en donde la participación fascista en la contrarrevolución era inevitable, se instalaron gobiernos «fuertes» que mantuvieron al margen al fascismo. Esto es lo que sucedió en Estonia en 1929, en Finlandia en 1932 y en Letonia en 1934. Regímenes pseudoliberales quebraron momentáneamente el poder del fascismo en 1922 en Hungría y en 1926 en Bulgaria. Solamente en Italia los conservadores fueron incapaces de restablecer la disciplina del trabajo en la industria sin proporcionar a los fascistas la posibilidad de tomar el poder. En los países vencidos por las armas, y también en la Italia derrotada «psicológicamente», el problema nacional ocupaba un primer plano. Existía ahí un problema innegable que había que resolver. El desarme permanente de los países vencidos constituía una herida constantemente abierta y más dolorosa que cualquier otra; en un mundo en el que la única organización existente de derecho internacional, de orden internacional y de paz internacional se fundaba en el equilibrio entre las potencias, un determinado número de países se habían visto reducidos a la impotencia sin saber muy bien qué tipo de sistema de equilibrio reemplazaría al que imperó hasta la Gran Guerra. La Sociedad de Naciones representaba, en el mejor de lo casos, una prolongación de dicho sistema; en realidad, ni siquiera estaba a la altura del antiguo Concierto europeo, puesto que, a partir de entonces, las condiciones previas para una difusión general del poder no existían.
El naciente movimiento fascista se puso al servicio, casi en todas partes, de la cuestión nacional; si no hubiese «captado» esta función, no habría podido sobrevivir. El fascismo utilizó, sin embargo, este función como un trampolín y, en ocasiones jugó la baza pacifista y aislacionista. En Inglaterra y en los Estados Unidos, estaba ligado al appeasement de los partidarios de la política de concesiones; en Austria, la Heimwhr cooperaba con diversos pacifistas católicos, y el fascismo católico era, por principio, anti-nacionalista.
Huey Long -gobernador de la Luisiana en 1928, donde ejerció un poder político dictatorial y fue senador en 1930 abiertamente opuesto Roosevelt- no necesitó conflictos fronterizos con el Mississippi o Texas para lanzar su movimiento fascista.
Movimientos similares en Holanda y en Noruega no eran, sin embargo, nacionalistas, sino más bien traidores a la nación: Quisling -fundador del partido fascista noruego y miembro del gobierno de ocupación tras la invasión alemana- fue posiblemente un buen fascista, pero con toda seguridad no fue un buen patriota. En su lucha para conquistar el poder, el fascismo se sentía completamente libre para despreciar o utilizar a su antojo cuestiones locales. Su objetivo trascendía el marco político y económico: era de carácter social. Se puede decir que este movimiento es una religión política al servicio de un proceso de degeneración. En su periodo ascendente, se sirvió de todas las teclas emocionales, pero, una vez victorioso, únicamente dejó subir al carro de la victoria a un pequeño número de motivaciones; móviles, por otra parte, muy peculiares. Si no distinguimos con claridad entre la pseudo-intolerancia manifestada en la época de lucha por el poder y su verdadera intolerancia una vez alcanzado éste, no podremos comprender la diferencia sutil, pero decisiva, que existe entre el simulacro nacionalista de algunos movimientos fascistas durante la revolución y el no-nacionalismo, específicamente imperialista, al que se adhirieron tras la revolución.
Mientras que los conservadores consiguieron por regla general conducir solos la revolución, los fascistas pocas veces fueron capaces de solventar el problema nacional-internacional. Brüning sostuvo en 1940 que él había solucionado la cuestión de las reparaciones y del desarme de Alemania antes de que la «camarilla que rodeaba a Hindenburg» decidiese derrocarlo y entregar el poder a los nazis; lo que había ocurrido es que éstos no querían que él les arrebatase la gloria . Que las cosas hayan sucedido así o de otro modo, tiene poca importancia, ya que la cuestión de la igualdad de estatuto de Alemania no se limitaba en absoluto al desarme técnico, como Brüning daba a entender, sino que implicaba la cuestión también vital de la desmilitarización; además, no había más remedio que tener en cuenta la fuerza que la diplomacia alemana extraía de la existencia de masas nazis entregadas a una línea política radicalmente nacionalista.
Los acontecimientos probaron de modo concluyente que Alemania no habría podido obtener la igualdad de estatuto sin que se produjese una ruptura revolucionaria: desde este ángulo, se ve con toda claridad la terrible responsabilidad del nazismo, que ha enfangado a una Alemania de libertad y de igualdad en una carrera de crímenes. Tanto en Alemania como en Italia, el fascismo pudo apropiarse del poder gracias a que utilizó como palanca para su propio lanzamiento las cuestiones nacionales no resueltas, mientras que en Francia y en Gran Bretaña se vio debilitado de forma decisiva por su antipatriotismo.
En los pequeños países dependientes, el espíritu de subordinación a una potencia extranjera se reveló como una baza para el fascismo. Como podemos observar, el fascismo europeo de los años veinte se ligó exclusivamente de un modo accidental a tendencias nacionalistas y contrarrevolucionarias. Se produjo asi una simbiosis entre movimientos que en su origen eran independientes, que se reforzaron unos a otros dando la impresión de que existían entre ellos profundas semejanzas, cuando en realidad eran muy distintos.
De hecho, el papel jugado por el fascismo ha estado determinado por un único factor: el estado del sistema de mercado.
Durante el periodo transcurrido entre 1917-23, los gobiernos solicitaron ocasionalmente a los fascistas que los ayudasen a restablecer la ley y el orden: esto bastaría para hacer funcionar el sistema de mercado. En este periodo el fascismo continuó siendo embrionario.
Durante el periodo comprendido entre 1924-29, el restablecimiento del sistema del mercado parecía asegurado, y, durante este tiempo, el fascismo se desdibujó completamente en tanto que fuerza política.
A partir de 1930, la economía de mercado entró en crisis, y además en una crisis generalizada. En pocos años, el fascismo se convirtió en una potencia mundial.
En el primer periodo, que abarca de 1917 a 1923 el fascismo no hizo más que recibir su certificado de nacimiento: fue entonces cuando se creó esta denominación. En algunos países europeos, como Finlandia, Lituania, Estonia, Letonia, Polonia, Rumania, Bulgaria, Grecia y Hungría, se habían producido revoluciones agrarias o socialistas, mientras que en otros países, entre los que figuraban Italia, Alemania y Austria, la clase obrera industrial había adquirido un importante peso político.
A fin de cuentas, las contra-revoluciones restablecieron el equilibrio interior de fuerzas. En la mayor parte de los países, el campesinado se opuso a los obreros de las ciudades; en otros, se inició un movimiento fascista en el que participaron como fundadores oficiales representantes del ejército y la gentry, que sirvieron de ejemplo al campesinado; en otros, como en Italia, los parados y la pequeña burguesía se constituyeron en tropas fascistas. En todas partes se hablaba de lo mismo, el mantenimiento del orden, pero no se planteaba una reforma radical; dicho de otro modo, no existía ninguna señal de una posible revolución fascista. Estos movimientos eran fascistas en su aspecto formal, es decir, en la medida en que bandas civiles, formadas por elementos considerados irresponsables, hacían uso de la violencia con la complicidad de las autoridades.
La filosofía antidemocrática del fascismo había nacido ya, pero no constituía todavía un factor político. Trotski realizó un voluminoso informe sobre la situación italiana en vísperas del Segundo Congreso del Komintern en 1920, pero ni siquiera llega a mencionar el fascismo, pese a que los fasci existían desde hacía algún tiempo. Fue preciso que trascurriesen al menos diez años todavía para que el fascismo italiano, instalado desde hacía tiempo en el gobierno del país, concibiese una especie de sistema social particular y propio.
En Europa y en los Estados Unidos, los años veinticuatro y siguientes conocieron la irrupción de una prosperidad que, como una ola tumultuosa, arrastraba todas las preocupaciones planteadas acerca de la salud del sistema de mercado. Se impuso así un capitalismo restablecido. El bolchevismo y el fascismo habían sido destruidos, salvo en regiones periféricas. El Komintern declaró que la consolidación del capitalismo era una realidad. Mussolini hizo un elogio del capitalismo liberal; todos los países importantes estaban en plena expansión, salvo Gran Bretaña. Los Estados Unidos gozaban de una prosperidad de leyenda y el Continente casi lo conseguía también. El golpe de Hitler había sido neutralizado; Francia había evacuado el Ruhr; el marco alemán se había rehecho como por un milagro; el plan Dawes había separado la política de las reparaciones consiguientes a la Gran Guerra; Locarno estaba en perspectiva, y Alemania iniciaba sus siete años de vacas gordas. Antes de finalizar el año 1926, el patrón-oro reinaba de nuevo desde Moscú hasta Lisboa.
Fue en el tercer periodo, tras 1929, cuando la verdadera significación del fascismo se hizo visible. Era evidente que el sistema de mercado se encontraba en un callejón sin salida: hasta entonces el fascismo no había sido prácticamente nada más que un rasgo característico del gobierno autoritario de Italia que, si exceptuamos esto no difería demasiado de los gobiernos de tipo más tradicional. A partir de ahora, surgía, sin embargo, como una solución de recambio al problema de una sociedad industrial. Alemania pasó a dirigir una revolución de envergadura europea y el alineamiento fascista proporcionó a su lucha por el poder una dinámica que pronto abrazó los cinco continentes. La historia se vio así atrapada en el engranaje del cambio social.
Un suceso casual, pero que no era del todo accidental, inició la destrucción del sistema internacional. Un derrumbamiento de los cambios en Wall Street adquirió enormes proporciones y determinó la decisión de Gran Bretaña de abandonar el oro, y dos años más tarde Estados Unidos siguió el mismo camino. Paralelamente la Conferencia sobre el desarme dejó de reunirse y Alemania abandonó la Sociedad de Naciones en 1934. Estos hechos simbólicos inauguraron una época de cambios espectaculares en la organización del mundo. Tres potencias, Japón, Alemania e Italia, se rebelaron contra el statu quo y sabotearon las instituciones de paz que estaban a punto de desplomarse. Al mismo tiempo, la organización efectiva de la economía mundial se negaba a funcionar. El patrón-oro quedó fuera de servicio, al menos provisionalmente, por obra de sus creadores anglosajones; las deudas extranjeras fueron rechazadas por considerar que transgredían las leyes; los mercados de capitales y el comercio mundial disminuyeron. El sistema político y el sistema económico del planeta se desintegraban al mismo tiempo.
El cambio no era menos radical en el interior de los propios países. Los sistemas de bipartidismo eran sustituidos por gobiernos de partido único y, algunas veces, por gobiernos nacionales. Las similitudes exteriores entre las dictaduras y los países que conservaban una opinión pública democrática servían, sin embargo, pura y simplemente para poner de relieve la suprema importancia de instituciones libres de discusión y de decisión. Rusia adoptó la forma de un socialismo dictatorial. El capitalismo liberal desapareció en los países que se preparaban para la guerra, como Alemania, Japón e Italia y también, aunque en menor medida, en Estados Unidos y Gran Bretaña.
Existía, pues, una semejanza entre los regímenes nacientes, el fascismo, el socialismo y el New Deal. Pero, de hecho, su fundamento común consistía únicamente en el abandono de los principios del laissez-faire. La historia se había visto orientada y encaminada por un suceso que era exterior a todas las naciones, y cada una de ellas reaccionó frente a este desafío de acuerdo con su posición. Algunas naciones se oponían al cambio; otras necesitaron tiempo para hacerle frente; y algunas continuaron indiferentes. Además, buscaban soluciones en distintas direcciones. Desde el punto de vista de la economía de mercado, sin embargo, estas soluciones, con frecuencia radicalmente distintas, representaban simplemente variantes.
Entre las naciones que estaban decididas a servirse del cambio general para sus propios intereses, existía un grupo de potencias descontentas, para quienes la desaparición del sistema de equilibrio entre las potencias, incluso bajo la forma debilitada de la Sociedad de Naciones, parecía ofrecerles una oportunidad única.
Alemania estaba entonces impaciente por apresurar la caída de la economía mundial tradicional, gracias a la cual se mantenía en pie el orden internacional, y aceleró su derrumbe para sacar ventaja a sus oponentes. Se desprendió deliberadamente del sistema internacional del capitalismo, de la mercancía y de la moneda, de tal forma que el mundo exterior ejerciese una influencia menor sobre ella cuando decidiese que le resultaba más fácil incumplir sus obligaciones políticas. Propició la autarquía económica para asegurarse así la libertad necesaria para realizar sus planes de enorme envergadura. Derrochó sus reservas de oro, destruyó su crédito exterior mediante el gratuito incumplimiento de sus obligaciones, e incluso, en un determinado momento, redujo a cero su balanza de comercio exterior, pese a que le era favorable. No se preocupó prácticamente de ocultar sus verdaderas intenciones,ya que, ni Wall Street ni la City de Londes, ni Ginebra, se imaginaban que los nazis contaban en realidad con la disolución final de la economía del siglo XIX.
Sir John Simón y Montagu Norman creían firmemente que, en último término Schacht restablecería una economía ortodoxa: según ellos, Alemania actuaba así en defensa propia y retornaría al redil cuando se viese financieramente apoyada. Este tipo de ilusión persistió en Downing Street hasta la época de Munich e, incluso, hasta más tarde. Mientras que su capacidad para adaptarse a la disolución del sistema tradicional favorecía enormemente a Alemania y a sus planes de complot, Gran Bretaña se encontraba en gran desventaja, dado que continuaba intentando adaptarse al oro; su economía y sus finanzas continuaron estando basadas sobre los principios de la estabilidad de los cambios y de una moneda saneada; de ahí las limitaciones a las que tuvo que someterse para su rearme. La autarquía alemana era una consecuencia de consideraciones militares y políticas que provenían de su plan de salir al encuentro de una transformación general, mientras que la estrategia y la política extranjera de Gran Bretaña se veían frenadas por sus concepciones financieras conservadoras. La estrategia de la guerra limitada reflejaba la opinión de un mercado insular: éste se consideraba seguro mientras su marina fuese lo suficientemente poderosa para asegurarle el aprovisionamiento que su moneda saneada podía comprar en los Siete Mares.
Hitler estaba ya en el poder cuando, en 1933, el radical Duff Cooper abogaba por la reducción del presupuesto del ejército de 1932: esta reducción se había efectuado para «hacer frente a la bancarrota nacional, que era entonces considerada un peligro todavía mayor que tener fuerzas militares ineficaces.
Pasados más de tres años, Lord Halifax sostenía que la paz podía obtenerse mediante retoques económicos y que no se debía alterar el comercio, ya que cualquier ingerencia haría todavía más difíciles esos arreglos. Halifax y Chamberlain, cuando definían la política británica el mismo año de Munich, hablaban todavía de sus «balas de fusil fabricadas con plata» y de los préstamos americanos tradicionales a Alemania. De hecho, incluso después de que Hitler hubiese pasado el Rubicón y ocupado Praga, Lord Simón aprobaba en la Cámara de los Comunes la posición adoptada por Montagu Norman en la transferencia a Hitler de la reserva de oro checoslovaca. Simón estaba convencido de que la integridad del patrón-oro, a cuyo restablecimiento consagraba toda su ciencia política, era lo más importante. Entonces se creyó que la acción de Simón era el resultado de una política decidida de conciliación. En realidad, era un homenaje al espíritu del patrón-oro, que continuaba gobernando las perspectivas de los hombres importantes de la City de Londres en cuestiones estratégicas y políticas.
La misma semana en que estalló la guerra, el Foreing Office, formuló, en respuesta a una comunicación verbal de Hitler a Chamberlain, la política de Gran Bretaña en la línea de los préstamos tradicionales de los americanos a Gran Bretaña. La falta de preparación militar de Gran Bretaña se debía, sobre todo, a que se adhería a una economía liberal del patrón-oro. Alemania obtuvo con esto inmediatamente una serie de ventajas, al igual que el que decapita a quien está condenado a muerte. Su ventaja duró mientras la destrucción del sistema ya agotado del siglo XIX le permitió permanecer en cabeza.
La destrucción del capitalismo liberal, del patrón-oro y de las soberanías absolutas fueron el resultado fortuito de sus incursiones de pillaje. Adaptándose al aislamiento que ella misma había provocado y, más tarde, con sus expediciones de venta de esclavos, puso en marcha soluciones experimentales para ciertos problemas de la transformación.
Su mayor triunfo político fue, sin embargo, el de ser capaz de obligar a los países del mundo a alinearse contra el bolchevismo. Alemania extrajo los principales beneficios de la gran transformación, convirtiéndose en cabecilla de esta solución del problema de la economía de mercado, que, durante largo tiempo, parecía asegurar la adhesión incondicional de las clases propietarias y, conviene recordarlo, no únicamente de ellas. Si se acepta la hipótesis liberal y marxista de la primacía de los intereses económicos de clase, Hitler debía ganar; pero, a la larga, se iba a comprobar que la unidad social era más determinante que la unidad económica, y la nación más que la clase social.
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