22 octubre 2011

Quedarse en la esquina de una calle sin hacer nada es Poder


 
Gregory Corso fue el protagonista de una prodigiosa leyenda de libertad personal. Lo que sigue no es más que un puñado de remembranzas que caerán como polvo sobre su impresionante túmulo funerario.

Su último viaje pudo haberse producido en cualquier momento después de que me encontrara con él, cuando vivía con Belle Carpenter en el antiguo piso de Lenore Kandel y Bill Fritsch, en North Beach. Gregory formaba parte de la oleada de neoyorquinos, entre los que se encontraba Diane di Prima, que se habían unido a nuestra rebelión cultural en el San Francisco de finales de los sesenta. Vivía lo que pensaba como si estuviese preparado para ser asesinado por ello.





Fue fácil sentir un afecto fraternal por Gregory. Conocía su poemario Gasolina y algunos otros poemas, y me impresionó especialmente una obra suya, en un solo acto, titulada Standing on a Street Corner [De pie, en la esquina de una calle]. De ella emanaba el espíritu de un payaso sabio, que se resumía en la frase: “Quedarse en la esquina de una calle sin hacer nada es poder”. Utilicé su libreto en un cursillo teatral para compañeros de la San Francisco Mime Troupe, que tuvo lugar durante una semana en mi apartamento de Haight-Ashbury. En parte me inspiró el concepto de ‘teatro guerrilla’, que por entonces se estaba incubando, para piezas que más adelante se representarían en la Sproul Plaza, durante ciertas huelgas de enseñanza, en una estación de autobuses y, de hecho, en las esquinas de algunas calles.

Si alguna vez le conté esto a Gregory, él no lo reconoció jamás. Al menos, que yo recuerde. Habitualmente, no le hacía mucha gracia el reconocimiento que le llegaba de la generación de los sesenta a la que en parte inspiró. Pero seguía lamentando la muerte de sus propios héroes. Una vez me describió cómo se había metido en la tumba de Kerouac durante su funeral, y lloró cuando se inauguró el callejón junto a la librería City Lights que lleva su nombre. Despotricaba con fiereza contra la injusticia que suponía la muerte de Giordano Bruno en la hoguera, como si acabara de pasar.

La reacción más típica de Gregory ante los elogios era ignorar los detalles y enseguida pedir algo. Una vuelta en coche, un sitio en el que quedarse, una papelina. No supone una exageración ni una falta de respeto afirmar lo que cualquiera que le conocía pudo ver. No es que fuese tan prosaico como uno de esos boxeadores machacados que le gorronean tragos a sus admiradores en un bar. Gregory podía lanzar un golpe verbal que el boxeador ya no estaba en condiciones de devolver físicamente. Era un yonki impenitente; llevaba la ropa arrugada y manchada; se estaba quedando sin dientes; un periodista dijo de él que era “un hombre desinstitucionalizado”. Sin embargo, su espíritu brillaba y se elevaba. Gregory podía invocar las tumbas de Egipto, a viejas griegas vestidas de negro, modelos matemáticos para probar la existencia de la divinidad o el amor, el talento de los imbéciles, la debilidad de los guerreros. No era mezquino en sus descripciones ni superficial en sus comparaciones. No se sentía mal; estaba atrapado en su barro corporal. No se sentía bien; era una nube sobre la cumbre de una montaña. He visto a gente abandonar una conversación con él abrumada por el tamaño y la singularidad de su mente.
Uno de los que se quedó impresionado fue Frank Oppenheimer, en la época en que estaba planeando lo que se convertiría en el Exploratorium Science Museum de San Francisco. Invité a Frank a un acontecimiento digger titulado “El fin de la guerra”, en el que algunos miembros de la audiencia, de forma espontánea, agitaban tres miembros o trepaban por redes de escalada mientras la Steve Miller’s Band tocaba para un grupo de bailarines desnudos y proyecciones en bucle mostraban continuamente semillas que eclosionaban, volcanes que entraban en erupción y soldados a los que disparaban. Al principio, a Frank le disgustó la aparente falta de dirección de todo aquello, pero más tarde incorporaría esta forma de actuación participativa a su museo, y también la sugerencia de que lo convirtiese en “una exploración”. Frank me pidió que le presentara a una persona del mundo literario con intereses filosóficos, así que llevé a Gregory a una fiestecita en su apartamento. El hermano del creador de la bomba atómica y el poeta más espabilado de la Beat Generation entablaron conversación de inmediato, cambiando de marcha mental a la misma velocidad de vértigo y pinchándose el uno al otro para ser más claro o más imaginativo. Sé que Gregory era un individualista hedonista, pero de algún modo mantenía su inocencia hasta el punto de que cualquier cosa que hiciera atraía la atención del arte. Simultáneamente cortejado por querubines y despellejado por mil demonios, de su boca brotaba a borbotones una ópera de bibliotecas.
Jueces petulantes, ricos imbéciles, políticos locos de poder, críticos inmisericordes, académicos sin imaginación, policías sádicos, ruinosos generales: no alarguéis mucho vuestras celebraciones. Gregory Corso nos enseñó el auténtico poder.


Texto de Peter Berg al homenaje en recuerdo del poeta Gregory Corso, que se celebró el 24 de enero de 2001 en el New College de San Francisco.

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